El doctor Sayer y la encefalitis letárgica

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Mientras su hermano mayor, Garry Marshall, se hacía de oro con aquella hábil actualización del cuento de la Cenicienta que fue Pretty Woman, la también directora Penny Marshall intentaba reflejar en Despertares –su tercer largometraje– la peripecia descrita por el médico Oliver Sacks en su libro autobiográfico del mismo título, publicado en 1973,donde explicaba el descubrimiento y los intentos de curación de las terribles secuelas de un amplio brote de encefalitis letárgica aparecido en el Bronx neoyorquino en los años veinte del pasado siglo.

En clave de ficción, aunque «protegiéndose» tras el siempre sospechoso rótulo de «basado de una historia real», incluido al acabar un breve prólogo que sitúa el origen del conflicto en el Bronx durante los años veinte, Despertares cuenta la llegada, en 1969, del inexperto y tímido doctor Malcolm Sayer a un tenebroso hospital típicamente norteamericano. Allí tendrá que encargarse de los enfermos amontonados en un ala que todos conocen como «el jardín», porque, dado el estado prácticamente vegetativo en que se mantienen desde hace años, no se les suministra más que agua y alimento.

Pero Sayer, cuyo temperamento retraído y solitario –él mismo reconoce que tiene graves dificultades para relacionarse con los demás, porque los seres humanos le resultan «demasiado imprevisibles»–oculta una tenacidad indomable, se empeña en buscar un remedio para sus pacientes, con la ayuda de la poco agraciada enfermera Eleanor y teniendo que soportarlas reticencias e incluso la hostilidad de la mayoría de los responsables del centro. Tras una intensa investigación conjunta que les permite descubrir los antecedentes del problema, la noticia de que un químico acaba de descubrir una sustancia llamada L-Dopa (dopamina sintética) y el atrevimiento de Sayer para administrarla a los enfermos, a escondidas y en dosis cada vez más altas, provocarán unos resultados espectaculares. Sobre todo en el caso de Leonard Lowe, paciente muy especial que la película convierte desde el principio en coprotagonista y que llegará a enfrentarse a Sayer cuando haya recuperado la lucidez suficiente para exigir sus derechos, y por encima de todo la libertad.

Con esta base argumental, Despertares cuenta con todas las bazas para funcionar como modelo casi perfecto de las películas «de médicos»: tiene como tema de fondo una enfermedad concreta, poco conocida y con una sintomatología muy cinematográfica; habla con detalle de la relación entre el médico y sus pacientes, implicando en ella las peculiaridades personales de uno y otros; describe cuidadosamente –aunque con cierto esquematismo quizá inevitable–los problemas tanto organizativos como de concepción y funcionamiento de las instituciones hospitalarias, y sus repercusiones sobre los profesionales que trabajan en ellas, los internos y sus familias, y, en general, aborda con mayor o menor fortuna casi todas las cuestiones que se supone deben desempeñar un papel importante en este tipo de relatos.

 …tiene como tema de fondo una enfermedad concreta, poco conocida y con una sintomatología muy cinematográfica

Según los especialistas, además –y en este aspecto debemos un reconocimiento particular al doctor Ángel Sánchez Rodríguez, que lo explicó con precisión en el curso de unas Jornadas sobre Medicina y Cine organizadas en la Universidad de Salamanca durante el curso pasado–, la película refleja con notable brillantez las características de la enfermedad a la que se refiere –aunque hoy no se le llame ya encefalitis letárgica– y los comportamientos habituales en quienes la padecen.

Por otra parte, la directora Penny Marshall muestra un evidente dominio de las técnicas narrativas más adecuadas para este género –depuradas a lo largo de décadas de producciones televisivas sobre el asunto– y el talento necesario para salpicar la historia central de elementos capaces de captar y mantener la atención del espectador. Recuérdese, por ejemplo, el uso dado repetidamente a las ventanas–no menos de catorce veces a lo largo del film– como símbolos del ansia de libertado de su negación, la manera de contar con la cámara los «prodigios» a los que da lugar la terapia aplicada por Sayer, o el sagaz manejo del procedimiento del montaje paralelo para mostrar simultáneamente el fracaso personal del médico en su excursión con los enfermos y la independencia progresiva que le exigirá Leonard Lowe al sentirse atraído por la joven Paula.

Con todos esos méritos, y el de haber conseguido «controlar» a dos intérpretes tan singulares como Robin Williams y Robert de Niro, hasta hacer que el primero abandone momentáneamente su irrefrenable tendencia al histrionismo y el segundo resulte extraordinariamente expresivo en el papel de un enfermo sin expresión –se ha dicho que De Niro no ganó el Oscar por la única razón de que los dos años anteriores lo habían obtenido Dustin Hoffman por Rain Man y Daniel Day Lewis por Mi pie izquierdo, y Hollywood no estaba dispuesto a dejar que se encasillara ese galardón «especializándolo» en papeles de discapacitados profundos, proclives al lucimiento efectista de los intérpretes–, Penny Marshall cae, sin embargo, en dos de las peores trampas de este tipo de cine: la subordinación de la verosimilitud del relato a las exigencias del espectáculo comercial y la utilización primaria de las emociones del espectador para manipularlo a su antojo.

En realidad, Despertares es fundamentalmente la historia de un fracaso, contada como si fuera un éxito. El doctor Sayer mantiene una lucha titánica en pos de un objetivo noble, y en el transcurso de esa pugna encuentra, como los héroes clásicos, obstáculos, enemigos, aliados y ayudas del azar o del destino… Pero su personaje no responde en absoluto al héroe típico: es un desplazado, desprovisto de cualquier magnetismo y negado por completo para relacionarse con quienes le rodean. La combinación de esos dos arquetipos aparentemente contrapuestos es dosificada con singular destreza para hacerlo más atractivo y, sobre todo –lo que constituye la auténtica clave de este tipo de narraciones audiovisuales–, más capaz de provocar la identificación emocional del espectador. Y como al final no es posible reflejar su éxito –porque el objetivo que perseguía Sayer con tanto ahínco acabó mal–, se transfiere subrepticiamente su lucha profesional al ámbito de lo puramente individual, y se le concede a él solo un nuevo «despertar», un triunfo exclusivo, en forma de intimidad afectiva con la enfermera que desde el principio sospechábamos que le estaba destinada, aunque, por supuesto, Eleanor no desempeñaba ese papel en el texto original del verdadero doctor Sacks, ni el final era el mismo.

Éste y otros trucos de guión, a los que no debe de ser ajena la mano de Steven Zaillian –guionista también de títulos como La lista de Schindler, de Spielberg, y director él mismo después– y que afecta de modo sustancial a la estructura del film, corre el riesgo de invalidar sus aspectos más interesantes, o por lo menos de reducirlo a la pequeña categoría de un simple enredo sentimental, blando y falsamente «humanista».

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