Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
El argumento de Murmullos en la ciudad comienza con las pesquisas de un profesor de Medicina, “pequeño de cuerpo y de espíritu”, el doctor Elwell, empeñado en demostrar que su colega, el brillante Noah Pretorius, debe su éxito a la utilización de prácticas poco ortodoxas y esconde además un pasado vergonzoso. La obstinación del envidioso denunciante desemboca en la creación de un comité profesional ante el que Pretorius habrá de dar cuenta de sus actos.
Así sabremos que cuando era joven ejerció de manera irregular en un pueblo, mientras regentaba una carnicería y ocultaba su título oficial, porque los aldeanos tenían más confianza en él como curandero milagroso que si hubieran sabido que de verdad era médico… Que años después se casó con la joven Deborah Higgins, consciente de que estaba embarazada de otro hombre –un hecho particularmente escandaloso para la sociedad estadounidense del momento–, pero que lo hizo por amor y no como consecuencia de sus singulares concepciones terapéuticas. Y que Shunder son, el taciturno y algo siniestro hombretón que le acompaña siempre, haciendo funciones que parecen de sirviente, es en realidad la antigua víctima de un doble error judicial, condenado a muerte por un crimen del que era inocente y que así agradece al médico que le salvara la vida.
Joseph L. Mankiewicz estudió Medicina pensando en dedicarse a la psiquiatría, aunque abandonó la carrera para escribir guiones e iba a mostrar su especial interés por esos temas tocándolos varias veces a lo largo de su filmografía: ya lo había hecho en 1950, al situar en un hospital el eje del drama de racismo y delincuencia que fue Un rayo de luz, y volvería sobre ellos en De repente, el último verano (1959), películas ya comentadas en nuestro libro Cien médicos en el cine de ayer y de hoy, editado por la Universidad de Salamanca con la colaboración del Colegio de Médicos de Salamanca.
En Murmullos en la ciudad, el cineasta adopta un registro cercano a la comedia sentimental. El amor de Noah y Deborah, sus dificultades y momentos de ternura, ocupan buena parte del metraje, sin que el tratamiento cinematográfico se distancie demasiado de lo habitual en un género siempre en peligro de resultar demasiado blando, especialmente para el gusto actual. La presencia al frente del reparto de un Cary Grant elegante y jovial –en un personaje que da la impresión de no tomarse demasiado en serio los graves problemas a los que tiene que enfrentarse–, y que aparece rodeado de figuras tan extravagantes como su suegro y los ya citados Elwell y Shunderson, contribuye a dar al filme un aspecto intrascendente y superficial.
Hay momentos, sin embargo, en que una situación disparatada nos pone en la pista de una segunda lectura mucho más interesante: ocurre, por ejemplo, cuando Deborah se echa a llorar desconsolada al comprobar que tres adultos como su marido, su padre y un amigo se pelean del modo más infantil a propósito de unos trenes de juguete, mientras se cierne sobre ellos una amenaza cuya gravedad se niegan a admitir siquiera. O cuando Noah y el tercero de aquéllos se pierden en discusiones bizantinas sobre las diferencias entre la Medicina y la Física, queriendo ignorar que una y otra, como la sociedad entera, están inmersas en un proceso regresivo de consecuencias imprevisibles.
Entre sentimentalismos y frivolidades, el desarrollo argumental e incluso plástico de Murmullos en la ciudad se va ensombreciendo inexorablemente hasta llegar al momento en que Noah Pretorius tiene que comparecer ante el comité disciplinario, donde será sometido a un durísimo interrogatorio, bajo una alegórica reproducción de La lección de anatomía de Rembrandt. Y es aquí donde surge –si no con absoluta claridad, sí al menos con abundantes referencias al respecto– el elemento que ha llevado a interpretar la película como un trasunto parabólico de la tristemente célebre ‘caza de brujas’ anticomunista desencadenada en los Estados Unidos durante la llamada Guerra Fría, que adquirió particular virulencia en Hollywood, considerado paranoicamente como un “nido de rojos” por el senador Joseph McCarthy y sus secuaces.
Por detrás de las sustanciosas aunque quizá demasiado esquemáticas conversaciones sobre la necesidad de “controlar” la práctica de la Medicina para evitar abusos, o sobre el poder detentado por las comisiones de ética profesional y los riesgos de que puedan ser instrumentos indirectos de rivalidades y oscuras vendettas, la última parte del filme de Mankiewicz está realizada sin duda bajo los efectos que produjo en el autor el hecho de estar a punto de verse arrastrado ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Le denunció –por su labor al frente del sindicato de guionistas y del de directores, aunque también por su actitud crítica frente al sistema de los grandes Estudios y quién sabe si por sus éxitos–el viejo tiburón reaccionario Cecil B. De Mille e, ironías del destino, le salvó la defensa que de él hizo otro notorio conservador, John Ford –a quien Mankiewicz daría las gracias llamándole “gran irlandés absolutamente imprevisible”–, con el apoyo explícito de varios maestros más, entre los que sobresalen los nombres de John Huston, Billy Wilder o Joseph Losey.
Quizá por eso resulte más chocante aún el desenlace ideado por Mankiewicz para la tensa escena del ‘juicio sumarísimo’ y para la película en su conjunto: mientras se desarrolla aquél, la orquestade la Facultad de Medicina y un selecto público esperan pacientemente el comienzo de un concierto que debería dirigir el propio Noah Pretorius, que una vez absuelto entra en la sala y toma la batuta para iniciar un triunfal Gaudeamus igitur, ante la sonrisa embelesada de Deborah, la mirada complaciente de su suegro y un imperceptible esbozo de sonrisa en el rostro del fiel Shunderson… Un final feliz que suena demasiado a componenda, a autoprotección en una situación extraordinariamente crispada o bien a ese optimismo insuperable y un poco ingenuo que han mantenido con tanta frecuencia los que en aquel país se consideran “liberales”.
Menos puede chocar, seguramente, que Murmullos en la ciudad se abra con el consabido cartelito con el que la productora intenta curarse en salud frente a posibles reacciones airadas: “Esta historia está inspirada en un personaje real, naturalmente con otro nombre. Unos creerán reconocerle, otros dudarán de que exista o haya existido un médico así, y otros pensarán que debería existir. Nuestra película trata con gran respeto la Medicina y la profesión médica, y está dedicada con gratitud a quien ha inspirado la interminable batalla del hombre contra la muerte, sin el cual jamás podría ser ganada: el paciente”.
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