Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Ed Avery es un sencillo «maestro de escuela» –así le gusta llamarlo a su esposa Lou– que hace horas extraordinarias a escondidas, trabajando como telefonista en una empresa de radiotaxi, hasta que un día empieza a sufrir los síntomas de una enfermedad desconocida: agarrotamiento repentino, intensos dolores en el cuello y los costados, desmayos fulminantes, que él achaca al agotamiento. Desconcertado, el doctor Norton, médico de la familia, sigue los consejos de algún colega y, temiendo que se trate de lo que la película llama una ‘artritis nodosa’, decide aplicarle pequeñas dosis de una nueva droga llamada cortisona, todavía en fase experimental. Los síntomas desaparecen con gran rapidez, pero a medida que Ed aumenta por su cuenta las cantidades que ingiere, procurándose las píldoras con diferentes trucos, su conducta experimenta graves alteraciones, que unas veces adoptan las formas de la clásica psicosis maniaco-depresiva –más tarde llamada ‘trastorno bipolar’– y otras, las de la paranoia más aguda.
Después de escandalizar a los integrantes de la asociación de padres de la escuela con unas teorías educativas tan grandilocuentes como confusas y de enfrentarse y humillar a su solícita esposa Lou, dispuesta a todo para ayudarle, Ed se obsesiona con hacer de Richie, el hijo de ambos, un genio de los estudios, maltratándolo con sus exigencias hasta que el pequeño se rebela e intenta apoderarse y destruir el medicamento que, según su madre, «calma los dolores de papá, aunque haga que se comporte de un modo extraño». En el colmo del delirio, el enfermo extrae de la Biblia la convicción de que debe sacrificar a su hijo, como Abraham a Isaac, y sólo la violenta intervención física de Wally, profesor de gimnasia en la misma escuela y amigo de la familia, podrá impedir que cumpla sus desquiciados propósitos, que incluyen también la muerte de Lou.
Ingresado de nuevo en un hospital, y sometido a una drástica sedación –de la que los doctores Norton y Ruric temen que no salga indemne–, Ed despierta por fin, reconoce a los suyos y se abraza a ellos en un final feliz, al menos en apariencia…
Con aspecto de melodrama familiar salpicado de imágenes potentes –el espejo roto por la esposa, en el que se mira el enfermo cuando su personalidad empieza a hacerse añicos; el intenso virado en rojo de una de las escenas finales, que puede representar tanto un momento de especial obcecación cuanto una hemorragia cerebral; el papel desempeñado por las escaleras de la casa de los Avery como lugar de transición en todos los conflictos–, pero también de situaciones tópicas, contrapicados e iluminaciones artificiosas y bastantes momentos de distensión injustificada, ‘Más poderoso que la vida’ tiene especial interés porque, además de reflejar de manera anecdótica los días en que el auténtico doctor Philip S. Hench puso a punto la cortisona, lo que le valdría el Premio Nobel de Medicina en 1950, plantea uno de los temas más frecuentes en la filmografía de Nicholas Ray. En palabras del propio cineasta, «el paso continuo del remedio que puede ser un mal al mal que puede ser un remedio».
Esa dialéctica física, química pero también y, sobre todo, moral, interesaba particularmente a un autor cuyos devaneos con todo tipo de drogas fueron bien conocidos, y sitúa al espectador ante el dilema del uso y abuso de unas sustancias que, además de producir un bienestar más o menos pasajero, pueden tener efectos secundarios devastadores. No estaban lejos los tiempos del gran debate sobre el papel social de los estupefacientes que, partiendo del opio, iban a desembocar en la apología del LSD y otros ácidos tan en boga a finales de los años sesenta, y presentes todavía hoy bajo formas muy diversas.Hay que decir, no obstante, que la película –a cuyo rodaje asistió alguna vez el propio doctor Hench– se filmó bajo la supervisión de la Asociación Médica Americana, preocupada por que en su desarrollo quedara claro que eran los excesos individuales del paciente de ficción, y no la prescripción profesional de los especialistas, la causa del desastre que sufrió aquel, y seguramente empeñada, de acuerdo con esto con la productora Fox, en que todo acabase bien.
En realidad, Ray se había limitado a aceptar el encargo ofrecido por el actor y ocasional productor James Mason –que más adelante se arrepentiría de haber asumido, asimismo, el papel protagonista– de realizar para la 20th Century-Fox un argumento inspirado en el reportaje aparecido en la sección ‘Anales de Medicina’ de la famosa revista ‘New Yorker’ sobre un caso relacionado con las investigaciones de Hench.
A partir de ahí, fueron frecuentes los enfrentamientos. Nicholas Ray no quería para esa historia el espectacular formato de Cinemascope, que la Fox explotaba masivamente en aquella época, y odiaba los efectos chillones del color ‘DeLuxe’, en un relato que sólo podía imaginar en blanco y negro… Tuvo que ceder en ambas cosas. James Mason, a cambio, hizo la vista gorda al aceptar, bajo cuerda, que además de los dos guionistas impuestos por la productora, Ray recurriera por su cuenta a la ayuda de Gavin Lambert, y especialmente de su amigo Clifford Odets, para dar forma a las escenas finales, que se le habían atravesado y tuvieron que ser rodadas con enorme precipitación y prácticamente improvisadas sobre la marcha: al parecer, Odets escribía escondido tras un biombo del plató las páginas que todo el equipo esperaba al otro lado, con los consiguientes problemas de supervisión y censura de distintos órdenes.
No es extraño, pues, que de tan caótico rodaje saliera una obra irregular, de elevadas pretensiones simbólicas y muy de Nicholas Ray en algunos aspectos, pero llena de altibajos, soluciones gratuitas y efectos típicos del cine más comercial del momento. Una obra que cosechó un notable fracaso de público, fue mal recibida en su presentación en el Festival de Venecia y hubo de ser rescatada posteriormente por la crítica francesa, al calor de la llamada ‘política de los autores. Pero, por encima de su hibridez y sus numerosos defectos, ‘Más grande que la vida’ habla de la recepción popular de un medicamento nuevo, potencialmente milagroso y letal al mismo tiempo, así como de los peligros de la automedicación, impulsada muchas veces por el afán de bienestar inmediato, el miedo al dolor físico, la necesidad de autoestima y otros móviles más o menos conscientes. Sin descuidar tampoco la crítica al misticismo, la competitividad desaforada, la obsesión por la riqueza y el conservadurismo moral imperantes en la sociedad estadounidense… de entonces y de ahora.
Deja una respuesta