El doctor Moretti y «La habitación del hijo»

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

 A pesar de haber obtenido la Palma de Oro en el Festival de Cannes de2001 –el primer premio del certamen más importante del mundo–, La habitación del hijo ha pasado casi desapercibida por nuestras salas y corre el peligro de caer en un olvido injustificado. Y es que esta película, dirigida por Nanni Moretti, no tiene los atractivos que hoy parece exigir el gran público, no pretende ser comercial a toda costa y no invita a comer palomitas. Bien al contrario, es una obra intimista, hecha de miradas y sugerencias, en torno al drama de un psiquiatra y su esposa que pierden inesperadamente a uno de sus hijos.

Tampoco es Nanni Moretti un director al uso. Desde sus inicios, con títulos como Soy un autárquico (1976) o Ecce Bombo (1978), se ha caracterizado por exhibir un estilo muy personal y mantener un compromiso nítido con la realidad que le rodea. La evocadora Bianca (1983) marcó su madurez como cineasta, desplegada después en La misa ha terminado (1985) y Vaselina roja (1989), donde un partido de water-polo le servía de excusa para plantearse y plantear al espectador la crisis del Partido Comunista Italiano, nada menos. La consagración internacional le llegó con la espléndida Caro diario (1993), compuesta por tres episodios que eran a la vez el mejor reflejo de sus ideas y su discurso cinematográfico más coherente hasta el momento. En Abril (1998) supo combinar el análisis mordaz de la situación política italiana con las emociones que despierta en el protagonista el nacimiento de su primer hijo. Y esa experiencia está en la raíz de La habitación del hijo, donde imagina el irreversible drama que supondría la muerte de éste.

Espejo de obsesiones

Tras esa apariencia de profesor despistado que ofrece Moretti –actor y productor, además de realizador–, hay un izquierdista convencido, un tanto neurótico y disparatado en ocasiones, que utiliza el cine como catarsis y convierte sus películas en espejo de sus obsesiones, por lo que su trayectoria mantiene numerosos puntos de contacto con la de otro creador genial: Woody Allen.

Comparte Moretti con el cineasta neoyorquino, entre otras cosas, el gusto por la comedia, por las situaciones que rozan el absurdo y la mirada crítica a la sociedad en la que vive. En el ámbito formal, ambos manifiestan clara preferencia por los planos secuencia, la utilización del zoom y los interludios musicales entre escenas. Aunque no alcance la maestría de Allen, Moretti le supera al abordar el género dramático: si aquél tuvo que recurrir a la imitación del cine de Ingmar Bergman para rodar películas como Interiores, por ejemplo, éste ha sabido alejarse de su recorrido anterior, impregnado de comicidad, para regalarnos un drama tan perfecto como La habitación del hijo.

El film narra la historia de un psiquiatra de orientación psicoanalítica que lleva una vida normal, ejerce su profesión con distanciada pulcritud y tiene una familia ejemplar, compuesta por una esposa amantísima y dos hijos adolescentes…, hasta que uno de éstos muere inesperadamente y todo cambia de pronto: la armonía se rompe, el médico comienza a implicarse demasiado con sus pacientes, hasta el punto de tener que dejar la consulta, y su vida se desmorona.

 Dos ejes

El relato se estructura a través de dos ejes fundamentales que se entrecruzan: el trabajo profesional del protagonista y su vida privada. Durante la primera media hora, esas líneas se mantienen paralelas, hasta que un paciente llama desesperado al doctor, que accede a ir a su casa aunque sea domingo, cancelando la cita que tenía con su hijo Andrea. Éste decide entonces reunirse con sus amigos, y muere en un accidente. A partir de este punto de inflexión, las dos historias se funden, aunque continúe el montaje paralelo.

Porque hay, de hecho, dos partes bien diferenciadas en La habitación del hijo: en la primera, dominada por la calma, se describe la vida cotidiana de un tipo normal, mientras la hora restante ahonda en la tragedia de un grupo humano que ha perdido bruscamente algo fundamental. Pero bajo este sencillo esquema se esconde una estructura temática y formal mucho más compleja.

En la primera parte hay multitud de planos secuencia que sirven para describir la existencia casi ideal de una familia unida: las escenas se centran en los cuatro personajes y no se cortan, subrayando esa idea de unidad. La cámara, situada a la altura de los ojos y siempre desde una cierta distancia, es testigo discreto de los hechos, como ocurre con frecuencia en las obras de Ken Loach o Mike Leigh. En la segunda parte quedan algunos planos secuencia, pero sólo cuando los tres familiares supervivientes aparecen por separado, mientras que cuando se encuentran y hablan, ya sean dos de ellos o los tres, el procedimiento pasa a ser el plano-contraplano, entrecortando la escena y transmitiendo la idea de separación. Y este alarde conceptual se realiza sin ruido, tan discretamente como se coloca una cámara ante la realidad para captar un fragmento de ella.

El protagonista

En cuanto a la figura del protagonista, es un profesional solvente, aficionado al ejercicio físico y acostumbrado a tratar con cierta frialdad a sus enfermos, que funcionan a lo largo de toda la película como contrapunto, más ligero e incluso irónico al principio, más dramático al final, cuando se encuentran ante un médico destrozado por la pérdida del hijo: un especialista en erradicar el complejo de culpa, en animar a la gente a vivir, choca de pronto con una desgracia personal y entonces aparecen en él tanto los sentimientos de culpabilidad como la necesidad de ayuda para salir adelante.

El uso de intermezzi musicales, la repetición de recursos –el travelling que sigue al protagonista por la casa a modo de leit-motiv– y otros elementos formales se encuentran supeditados en todo momento a las necesidades de los personajes y de la narración. No hay efectismos huecos. En La habitación del hijo, lo importante es la historia. Una historia que se apoya en magníficos intérpretes –Laura Morante resulta tan atractiva en su papel de compañera amable y lúcida como sobrecogedora en el de madre desolada, y Moretti vuelve a demostrar que es un gran actor–, en un guion sin fisuras y en una serie de escenas tan memorables como aquélla en la que, mientras el médico y su esposa trabajan en una habitación, en la de al lado estudian la hija y un amigo: utilizando el encuadre de manera magistral, presenta con enorme eficacia dos situaciones diferentes y dos maneras distintas de ver la vida. La secuencia en la que cierran el ataúd del hijo –heladora y sonorizada únicamente con el ruido de los aparatos que sellan la tapa–, o aquella otra en la que los miembros de la familia se enteran por separado de la funesta noticia, por ejemplo, contribuyen a crear una atmósfera densa y agobiante.

Pero nada puede compararse con el final de la película, cuando aparece una antigua amiga de Andrea, con la que la familia ve la posibilidad de establecer una especie de vínculo simbólico que les permita seguir recordando al hijo. La joven planea con un amigo un viaje en auto-stop a Francia, y acabarán llevándolos en coche hasta la frontera –como en coche iban los cuatro antes de la desgracia, cantando el «Insieme a te non ci sto piu» (Ya no estamos juntos), de Caterina Caselli–, en un intento desesperado de no perder lo último que les queda de Andrea, mientras suena, con profundas resonancias afectivas, «By this River», de Brian Eno. Cuando el autobús que ha tomado la pareja de jóvenes se aleja, y la cámara con ellos, vemos a los tres protagonistas deambulando por la playa, cada uno en una dirección, buscando a tientas la forma de empezar de nuevo…

La habitación del hijo es una película desgarradora –aunque serena–, hecha de miradas y de gestos, que fluye apaciblemente a través de unos personajes construidos con minuciosa precisión, y sin miedo a emocionar profundamente, mediante procedimientos de la mejor ley. Pero su mayor mérito consiste probablemente en partir de un hecho cotidiano y convertirlo en materia prima para una obra maestra, un film de referencia inexcusable, una creación singular, de una sinceridad y hondura difíciles de ver en una pantalla en los tiempos que corren.

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