Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Ciertamente, el médico no es el protagonista. El héroe es sin duda Jack Aubrey, sobriamente interpretado por Russel Crowe. Capitán del barco inglés ‘Surprise’, se le ha encomendado la misión de perseguir al buque corsario francés ‘Acheron’. Corre el año 1805 y, como reza uno de los rótulos iniciales, «los océanos son campos de batalla». Tras una somera información sobre el contexto, se presenta el primero de los dos combates navales del film, cuando el ‘Acheron’ surge de la niebla para lanzar una andanada contra la ‘Surprise’. Con una brillante puesta en escena, Peter Weir regala al espectador una secuencia memorable por su planteamiento: renunciando a cualquier exceso digital, busca por encima de todo el realismo y la contención dramática. La contundencia de los cañonazos, la sequedad de los impactos y el uso inteligente de la tecnología convierten a esa escena, y por extensión al resto de la obra, en una de las creaciones más interesantes del cine comercial de los últimos años. Master and Commander: al otro lado del mundo es una película diferente, con un director muy particular y unas intenciones distintas de lo habitual. Basada en la serie de veinte novelas de Patrick O´Brian, tomando la estructura de la décima (La costa más lejana del mundo), muchos aspectos de la primera (Capitán de mar y guerra) y el espíritu del conjunto, Weir construye con ella un fresco marinero a la contra de lo que cabría esperar: las batallas ocupan sólo una cuarta parte del metraje, y el resto está dedicado a mostrar las tareas cotidianas a bordo del barco, a deleitarse con la belleza de las Islas Galápagos y a describir de forma sutil y realista las relaciones entre los tripulantes. Nada de esto debe extrañar en un director que cuenta con obras tan meritorias como Picnic en Hanging Rock (1975), El año que vivimos peligrosamente (1982) o Matrimonio de conveniencia (1990), por citar sólo tres títulos de su valiosa filmografía.
“Es una película diferente, con un director muy particular e intenciones distintas de lo habitual”
Más allá de los combates, de la eficaz utilización del sonido y del verismo que se advierte en los numerosos insertos que pueblan la película –ese reloj que marca los tiempos en algunas escenas, la tierra echada en el suelo para que absorba la sangre, el agua que se cuela por las crujientes cuadernas o el velamen agitado por el viento–, todo el interés se centra en los personajes. Y uno de ellos funciona como espejo que devuelve la imagen de los demás: el doctor Maturin. Notablemente simplificado con respecto a las novelas –donde era también espía, con un turbio pasado político y aficionado a las drogas–, conserva de su origen literario el papel de «caja de resonancia», de intermediario y conciencia del héroe, el capitán Aubrey.
Al principio, Maturin aparece atendiendo a los heridos en un quirófano improvisado en las bodegas de la ‘Surprise’, donde debe realizar dos operaciones. La primera para amputar el brazo izquierdo al joven Blakeney, en clara alusión a la figura de Nelson, al tiempo que el personaje del joven grumete conecta Master and Commander con Moby Dick. Comienza entonces una relación de complicidad entre médico y paciente que será la clave para el desenlace del relato. La segunda intervención tiene por objeto salvar la vida de Joe Plaice, viejo agorero que lleva los nudillos tatuados como Harry Powell en La noche del cazador (1955), de Charles Laughton, y que acusa al guardiamarina Hollom de ser un Jonás que atrae las desgracias, lo que desencadenará otro clímax del film. Durante esa operación, en la que coloca al anciano una moneda para obturar una fractura de cráneo, el resto de la tripulación empieza a verle como un semidiós: «Es todo un médico, no un simple cirujano», dirá alguien, en clave historicista. A partir de entonces, y aunque no sea un marino experto, Maturin se gana el respeto de todos. Eso le va a permitir cumplir una segunda función, la de intermediario entre los marineros y Aubrey, obsesionado, como el capitán Achab, con esa presencia fantasmal que aparece entre la niebla en forma de navío francés. Los brotes de insubordinación y el grado de motivación de la gente del barco son discutidos por los dos amigos en el camarote de Jack, y la explicación de esta segunda función del médico viene dada por la tercera.
Porque la relación entre Aubrey y Maturín es el eje sobre el que giran tanto las novelas de O’Brian como el largometraje de Weir. Unidos por la música (en Capitán de mar y guerra se describe su primer encuentro, durante un concierto), los dos pasan las veladas interpretando a dúo temas de Corelli, Boccherini o Bach, con lo que se justifica, además, el acertado uso de la música en el film. Jack escucha los consejos de Stephen, a través de los cuales se adivina una dialéctica apasionante: mientras el capitán simboliza la vida marinera, el médico es ajeno a ella; si el primero blande la espada de la tradición, la autoridad y la superchería, el segundo enarbola la bandera de la razón, la cultura y el cuestionamiento de esa misma autoridad. Los dos utilizan un mismo instrumento –el catalejo– parafines contrapuestos. La pasión y la razón, unidas por una sensibilidad común. Lástima que Weir impulse al espectador a identificarse con Aubrey, cuando la figura más atractiva es la del médico.
“El médico enarbola la bandera de la razón y la cultura”
Se trata de un profesional íntegro, apasionado por la naturaleza, pacifista, que verá crecer su protagonismo en la segunda parte de la película, con la llegada de la ‘Surprise’ al paraíso de las Islas Galápagos. Aubrey le promete fondear allí durante unos días, pero cuando detecta el rastro del ‘Acheron’ incumple su palabra y ordena zarpar. Después de una acalorada discusión, en la que Maturin le acusa de estar obsesionado con su presa, éste es herido fortuitamente y Jack debe optar entre seguir a su Moby Dick particular o volver a las islas y salvar la vida de su amigo. Tras una fugaz mirada al violonchelo del médico –que recuerda a la de Humphrey Bogart al asiento vacío de su compañero muerto, en El halcón maltés (1941), de John Houston–, decide renunciar a la caza. Ya en tierra firme, el doctor se extrae él mismo la bala, en una escena de tensión perfectamente planificada, y recorre las islas capturando animales para sus investigaciones. Pero entonces descubre que al otro lado de uno de los islotes se encuentra el ‘Acheron’, por lo que renuncia a sus trabajos y regresa a la ‘Surprise’ para avisar a Jack…
Todos estos giros –algunos ligeramente forzados– sobre la amistad entre los dos hombres encuentran su cenit en una de las últimas secuencias: Stephen muestra a Jack un animal que se mimetiza con su entorno para sobrevivir, y el capitán utiliza esa idea para engañar a los tripulantes del ‘Acheron’, haciéndoles creer que la ‘Surprise’ es un barco ballenero. Así saldrán victoriosos de un combate desigual. Y cuando todo parece resuelto, un nuevo giro deja el final abierto, con vistas seguramente a una segunda parte, como tanto gusta últimamente a los grandes Estudios.
Mención especial merece la interpretación del personaje del doctor Maturin por el actor Paul Bettany, tan deslumbrante como en Dogville (2003), de Lars von Trier –la película más innovadora de los últimos años–, y que en Master and Commander ofrece una nueva exhibición de dominio gestual, de manejo de los tiempos, de control en la réplica. Cada gesto perfectamente calculado, cada mirada de Maturin, se complementan con un sinfín de matices en la entonación y en el rostro, muy lejos también en esto de las convenciones dominantes en el cine actual. En realidad, Bettany parece sacado de una de aquellas películas clásicas que tan bien sabían fundir la interpretación con la acción. Y es que hay mucho de cine clásico en este Master and Commander que, sin ser una obra maestra, mantiene un equilibrio admirable entre calidad y entretenimiento, cual archipiélago de las Galápagos en el mar de los disparates del cine comercial.
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