Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
El enigmático Mabuse tuvo su origen en una serie de relatos de Norbert Jacques, publicados en el periódico Berliner Illustrierten Zeitung y recopilados posteriormente en forma de novela. Pero fue el deslumbrante talento de Fritz Lang –autor de joyas como Las tres luces (1921), Metrópolis (1927) o M, el vampiro de Düsseldorf (1931)– el que popularizó al médico criminal a lo largo de cuatro films dedicados a él.
Los dos primeros componen un díptico o, más exactamente, son uno solo, dividido en dos partes: Doctor Mabuse, el jugador y Doctor Mabuse: el infierno (1922). La estructura de la primera está compuesta por seis actos y vertebrada en torno a otras tantas partidas de cartas, una en cada acto. El protagonista de todas ellas es un personaje misterioso y cambiante que manipula al resto de jugadores mediante la hipnosis. Tras sus disfraces –recurso utilizado después hasta la saciedad por el cine de acción, generalmente para realizar simplezas– se esconde un único hombre: el doctor Mabuse, famoso psicoanalista, hipnotizador y jefe de una banda de criminales que aspira a constituir una especie de «Estado dentro del Estado». Estos matices abrieron el camino a la interpretación de Mabuse como metáfora del ascenso del partido nazi en Alemania, a lo que se unirían las vinculaciones de Thea von Harbou, coguionista del film y pareja sentimental de Lang, con el Tercer Reich.
Varias escenas de esta primera parte merecen ocupar un lugar privilegiado en la historia del medio. De entre ellas, una debería ser vista y estudiada a fondo por todos aquellos que pretendan hacer o enseñar cine: la famosa secuencia de la bolsa, al inicio del film, que describe el enriquecimiento de la banda de Mabuse gracias a una repentina caída de las acciones de una empresa, supone un alarde de montaje que contrasta vivamente con la tendencia actual a hacer los planos cada vez más cortos, desnudándolos de significado.
Además de un guión riguroso y una inteligente utilización de los por entonces limitados trucos de imagen –convertidos hoy en omnipresentes y adormecedores efectos especiales– para introducir al espectador en el mundo de la hipnosis, destaca la imponente figura del doctor Mabuse, símbolo de una época en descomposición. Interpretado por el magnífico actor Rudolf Klein-Rogge, el protagonista emplea sus conocimientos médicos para manipular la voluntad de sus víctimas a través de la hipnosis, pero su mirada –muchas veces dirigida abiertamente a la cámara– tiene también un efecto similar en el espectador: Mabuse juega a las cartas como juega con sus rivales, y, en última instancia, el doctor y el propio Lang juegan con nosotros, aprovechando el poder hipnótico de la imagen.
La manera en la que el director plasma visualmente ese aspecto permite establecer útiles comparaciones entre esta obra maestra y el epidérmico cine comercial que hoy copa las salas. Deslumbrados por las grúas y los ordenadores, muchos directores actuales se dedican a «barrer» la imagen con desenfrenados movimientos de cámara, sin ningún otro propósito que no sea el de dejar con la boca abierta al espectador, facilitando así la ingesta de palomitas y otros comistrajos. Ochenta años atrás, Fritz Lang, perfecto conocedor del poder expresivo de los movimientos de cámara, los reservaba para momentos claves en la narración. Así, mientras ésta permanece inmóvil durante la mayor parte del film, en una de las partidas de cartas se dibuja un «travelling» sobre los jugadores que «rima» con otro movimiento análogo sobre una sesión de espiritismo que se está celebrando en paralelo. Se sugiere así, con nitidez y sutileza al mismo tiempo, la conexión entre el juego y la hipnosis.
El doctor Mabuse es un símbolo de una época en descomposición
Los ambientes selectos de la primera parte contrastan con los sórdidos escenarios de Doctor Mabuse: el infierno. El lujo de los casinos da paso a los bajos fondos donde actúa la banda. Asistimos ahora al paulatino deterioro del doctor, a su patética humanización –él es capaz de amar, también– y a uno de los finales más copiados en la historia del cine: un Mabuse ya completamente trastornado se aferra a sus billetes falsos mientras se lo llevan. En este desenlace se van atando sistemáticamente los cabos que han ido planteándose a lo largo de la trama, y detalles de guión como la adicción a la cocaína del secretario de Mabuse se revelan fundamentales dentro de una narración cuidada al milímetro.
Mabuse, famoso psicoanalista, hipnotizador y jefe de una banda de criminales, que aspira a constituir una especie de «Estado dentro del Estado»
Diez años después, en los balbuceos del cine sonoro, Lang decidió rescatar al personaje en El testamento del doctor Mabuse (1933), pero sin sacarlo de la clínica en la que había sido recluido al final de la película anterior. El poder mental del protagonista le permite manejar a su antojo al doctor Baum, director del sanatorio, que será el ejecutor de su voluntad y quien le permitirá mantener su organización. Lejos de realizar una nueva versión actualizada del mito de Mabuse, el director aprovecha el encargo para ahondar en el discurso sobre el nacionalsocialismo y, a la vez, realizar atrevidos experimentos con el sonido, incorporado al cine hacía sólo seis años: el ruido de una fábrica no deja escuchar los diálogos, algunos sonidos tienen una clara función expresiva y la escena del asesinato del doctor Kramm es simplemente magistral: en una toma cenital vemos que la víctima detiene su coche en un semáforo; el asesino, que va en otro vehículo, le pide a su conductor que toque el claxon, para que no se oiga el disparo; cuando el semáforo se pone en verde, surge un coro de pitidos mientras el coche de Kramm permanece inmóvil. Toda una pirueta sonora que revela el genio creador de Lang.
La cuarta versión, Los crímenes del doctor Mabuse (1960), que iba a ser también la última de su filmografía, pertenece ya al nutrido conjunto de obras «menores» tanto del autor como de otros cineastas que se han acercado al personaje. Entre estas últimas citaremos la más reciente, Dr. M (1990), de Claude Chabrol, que lo aborda de forma bastante tangencial. Ninguna de ellas ha podido compararse, ni de lejos, con la magnificencia de las primeras, auténticos jalones de aquel movimiento decisivo en la historia del cine que fue el expresionismo alemán, aunque para el propio Fritz Lang, como afirma explícitamente Mabuse en la película que inauguró su ciclo, «no era más que un divertimento».
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