Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Alfred Charles Kinsey nació en 1894 en Nueva Jersey. Doctor en Biología, no en Medicina, sus trabajos acabarían teniendo una influencia decisiva sobre la salud física y mental de muchas personas, e incluso de sociedades enteras, a las que aportó nuevas luces con las que combatir el oscurantismo imperante. Por su improvisada «consulta» en la universidad pasaron cientos de estudiantes con problemas sexuales o, para ser más exactos, con conflictos sexuales creados por un ambiente tan mojigato y moralista como el estadounidense de los años cuarenta. La controversia surgió cuando Kinsey llevó a cabo un estudio que cristalizó en su libro Comportamiento sexual en el hombre (1948), al que siguió el –no por casualidad– aún más escandaloso Comportamiento sexual en la mujer (1953). La hipócrita sociedad norteamericana del momento reaccionó con virulencia, y da la impresión de que los mismos fantasmas censores se ciernen sobre los Estados Unidos en la actualidad. Tal vez por eso fuera especialmente pertinente recuperar la historia de este científico y hacer con ella una película.
Kinsey se encuadra de lleno en el género conocido como «biopic» (biographical picture), al que los grandes estudios hollywoodienses son tan aficionados. Si a ello se añade un presupuesto elevado, unas ambiciosas expectativas de taquilla apoyadas por un reparto de lujo y un director que hasta ahora había realizado la mayoría de sus trabajos para televisión, se podría deducir que estamos ante una película «comercial» más. No es el caso, y no lo es –paradójicamente– por esos mismos rasgos que hemos apuntado.
En primer lugar, la figura sobre la que trata es suficientemente controvertida como para permitir unos planteamientos arriesgados, y el guión la aborda de la forma más aséptica posible, huyendo del maniqueísmo y mostrando numerosos aspectos diferentes de un personaje llamativo. Un entomólogo apasionado por un tipo de avispa que contiene la metáfora que vertebrará la narración: como ellas, todos los seres vivos son distintos e irrepetibles. Condicionado por la férrea educación recibida de su padre, un reprimido pastor metodista, y consciente de los problemas que supone para el desarrollo de la sexualidad la carga moralista de la sociedad de su época, Kinsey comienza a impartir clases de educación sexual huyendo de los eufemismos, abordando los problemas de frente y llamando a las cosas por su nombre. Cada vez más interesado por el tema, emprende un ambicioso proyecto que da origen a dos libros que tendrán un gran impacto. La claridad conque expone los datos y conclusiones que arrojan los miles de encuestas realizadas–que revelan que las prácticas consideradas «anormales» son mucho más frecuentes de lo que se creía– resulta insoportable para la sociedad bienpensante del momento, y Kinsey se ve obligado a abandonar una investigación para la que al principio había contado con el apoyo económico de la Fundación Rockefeller.
Hasta aquí la base de la historia que desarrolla el filme, más o menos fiel a lo que pudo ocurrir en realidad. Pero lo que diferencia a esta obra de otros muchos retratos de figuras célebres es su profundidad, el metódico análisis de los personajes y una narración fluida y nada tramposa. Kinsey es presentado como una persona compleja, no idealizada, con aristas, llena de defectos, de luces y de sombras. Un hombre inicialmente inseguro–por culpa de un padre «castrador»– que va ganando aplomo poco a poco, a medida que avanza su investigación y se desarrollan sus problemas sentimentales, pues su peripecia como investigador se entrelaza constantemente con su vertiente personal de una forma muy convincente. Y pocos actores podían manejar como Liam Neeson a un protagonista tan fascinante. La fuerza que desprenden su rostro y su cuerpo se combina con una técnica depurada, siempre discreta pero efectiva, y una presencia física sin parangón en el cine desde Marlon Brando, salvadas las distancias. La réplica se la da Laura Linney, en el papel de Mac, una librepensadora que acabará recluyéndose en la cocina cuando se case con el excesivo doctor Kinsey. Una mirada suya basta para captar toda la intensidad que es capaz de transmitir esta actriz siempre solvente.
“…porque su autor cuenta decididamente con la inteligencia del espectador”
Tan importante como la pareja central son los secundarios, pues Kinsey es una película de personajes y todos ellos, hasta el más insignificante, están meticulosamente construidos ya desde la primera media hora de metraje. Así se consigue que las expresiones y los gestos que realizan durante el resto del filme resulten tan elocuentes como los diálogos, ya que cuando conocemos bien a un personaje hacen falta menos explicaciones posteriores.
El artífice de este ejercicio de utilidad es Bill Condon, que debutó en la pantalla grande con Sister, Sister en 1987 y, tras varios años de trabajo para televisión, sorprendió a casi todos con Dioses y monstruos (1998), magnífica creación que giraba en torno a James Whale, director de El doctor Frankenstein, de la que se habló en el último número de esta revista. Kinsey es una nueva muestra de su talento y de su empeño por diferenciarse de todos esos cineastas que hacen películas sin identidad personal alguna.
Distinta es también, frente al homogéneo cine comercial contemporáneo, la llamativa estructura de la obra. El eje de la misma son las entrevistas de prueba que hace Kinsey a sus colaboradores, enseñándoles a realizar encuestas personales a los sujetos que luego engrosarán el estudio. En esas entrevistas, rodadas en vistoso blanco y negro, el protagonista actúa como conejillo de indias para sus ayudantes, respondiendo a las preguntas del cuestionario. Estos interrogatorios permiten al espectador conocer el pasado del científico, al tiempo que apuntan rasgos de sus colaboradores que van a explicar situaciones futuras. El filme se abre y se cierra con esas conversaciones, ágilmente montadas y que atraviesan también la primera parte de la película, hasta el momento en que el presente y el pasado se cruzan, en un interesantísimo juego de «flashbacks» que rompe los esquemas narrativos clásicos. Esa estructura, unida al hábil manejo de la elipsis, que nos ahorra momentos intranscendentes, hace que la obra adquiera notable solidez y no se pierda en explicaciones gratuitas o demasiado obvias, porque su autor cuenta decididamente con la inteligencia del espectador.
Por todo ello, Kinsey constituye una agradable sorpresa, un largometraje valiente y honrado. Valiente, porque denuncia la hipocresía de la sociedad estadounidense y apuesta por las diferencias entre los seres humanos y por el valor de cada persona en sí misma. Y honrado en su manera de exponer esa visión humanista sin trampas, dejando la puerta abierta a la sugerencia y evitando –como hacía el propio Kinsey– emitir un juicio crítico. Una «rara avis» en el conjunto de la producción hollywoodiense de los últimos tiempos, como él mismo lo fue también en el panorama científico de su época.
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