El doctor Itard y El niño salvaje

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Rosellini me ha enseñado que las actitudes pesimistas son snobs. Se habla de la incomunicación, de la decadencia…Son maneras de no tener en cuenta los asombrosos progresos que se hacen en la medicina, en la ciencia, en la sociedad. Antes de adoptar actitudes morales hay que informarse de lo que existe, de lo que está bien, e informar de ello a los demás». Esta frase, pronunciada por François Truffaut poco después de terminar el rodaje de El niño salvaje (1969), compendia el pensamiento de un autor que con esa película empezó a distanciarse de la llamada «Nouvelle Vague» francesa, surgida de la revista «Cahiers du Cinéma» y cuyos principios había compartido hasta entonces con Jean-Luc Godard, por ejemplo, para quien «un travelling es una cuestión moral».

El niño salvaje es un film basado en hechos reales ocurridos en la primavera de 1798 y que se resumen en la caza e intento de socialización de un niño que vivía en el bosque y al que el doctor JeanItard trató de convertir en una «persona moral» a través de un tardío proceso educativo. Para organizar el relato, Truffaut se basó en los textos redactados por el propio médico en los años 1801 y 1806, ilustrando sus nueve primeros meses de trabajo con el muchacho. De hecho, el interés del cineasta por esa historia se remonta a 1966, cuando leyó en «Le Monde» una primera recensión del estudio realizado por Lucien Malsons obre 52 casos de «niños salvajes».

Las connotaciones autobiográficas funcionan como uno de los ejes articuladores del relato cinematográfico: hay paralelismos explícitos entre la vida de Víctor de l´Aveyron–nombre real del pequeño salvaje– y las experiencias del director, que reconocía haber tenido «una infancia penosa» y a los quince años fue internado en un reformatorio por robar una máquina de escribir para venderla y sufragar así los gastos de su cineclub. Ya en Los 400 golpes (1959), un título anterior en su filmografía, también dedicado a la niñez, había una clara referencia a ese incidente. El segundo paralelismo viene dado por la decisión, tomada a última hora, de interpretar él mismo al doctor Itard, por razones, al parecer, puramente prácticas: «Me he hecho cargo de ese papel porque eso me permitía estar con el niño sin intermediarios». El tercer vínculo surge precisamente del interés del cineasta francés por el universo de la infancia y la educación, reflejado –además de en la mencionada Los 400 golpes– en La piel dura (1976) o Fahrenheit 451 (1966), y que constituye otro punto de contacto de Truffaut con Roberto Rossellini. Una nueva frase suya resulta esclarecedora a este respecto: «En Los 400 golpes mostré a un niño que carece de amor, que crece sin cariño; en Fahrenheit 451 se tratade un hombre que carece de libros, es decir, de cultura; en Victor de l´Aveyron la carencia es todavía más radical: el lenguaje».

Por lo que se refiere a la figura del médico, es un personaje que va evolucionando a lo largo del film al compás de los progresos de su paciente, a través de un trayecto que va de la curiosidad a las ansias de notoriedad, a la incertidumbre y al desaliento, hasta llegar a la esperanza, en un final abierto al más puro estilo chapliniano. El doctor Itard no es el personaje sensible e impresionable compuesto por Anthony Hopkins en El hombre elefante –película que comentamos en el número anterior de esta revista–, sino un profesional aséptico aunque comprometido, que se mueve más en el campo de la racionalidad que en el de los sentimientos, y la hierática interpretación de Truffaut sólo se justifica bajo este prisma. En el relato, los sentimientos están del lado de Madame Guérin, ama de llaves de Itard, y, por supuesto, del niño salvaje, cuya vida afectiva se va desplegando a lo largo del proceso educativo, lo que no deja de ser una paradoja en un director tan proclive a lo sentimental como François Truffaut.

Desde el punto de vista técnico destaca la fotografía, en blanco y negro, del operador Néstor Almendros, que colaboró con Truffaut en ocho ocasiones más y fue elegido en este caso por su trabajo en Ma nuit chez Maud (1969), de Eric Rohmer. En El niño salvaje, la fotografía es un homenaje explícito a las películas mudas de Griffith, Stiller o Dreyer, con una iluminación indirecta, que en ocasiones procede sólo de unas velas –claro precedente de Barry Lyndon (1975), de Stanley Kubrick–, y utiliza con frecuencia el claroscuro: no en vano Almendros era un admirador de Caravaggio y de Vermeer, y conforma aquí un cuadro extraordinariamente natural, «como el de la primera mirada sobre el mundo», según sus propias palabras. Y ese tributo de admiración al cine silente se evidencia también en el cierre de diversas secuencias mediante el iris, para el que se utilizó un mecanismo original de los años del cine mudo.

Largos y pausados «travellings», decoración de época y escenarios naturales quedan punteados por la «Primavera» de Vivaldi, como símbolo de la libertad que experimenta el salvaje cada vez que regresa a su hábitat natural y de la que se siente despojado por su reclusión en casa del doctor Itard. La dialéctica entre el campo y la ciudad, entre la libertad y el encierro, utiliza como puente conceptual la ventana a la que Víctor se asoma para beber agua y contemplar un paisaje que algún día le cobijó.

Para terminar, y aunque su argumento toca de lleno la apasionante y debatida cuestión de la importancia de la educación para el desarrollo de las posibilidades del ser humano, frente a quienes consideran más determinante la dotación genética, por ejemplo, se trata de una película artística, no científica –«Nunca pretendí reflejar un caso clínico, sino fijar mi atención en determinados aspectos del proceso emprendido por Itard para dotar al niño de un lenguaje propio», diría Truffaut–, y más idealista que realista, ya que el auténtico Victor sólo llegó a desempeñar sencillas tareas caseras, nunca consiguió hablar y pasó el resto de su vida con Madame Guerin, pero es sin duda uno de los films más personales de su autor, convencido de que «el cine del mañana será aún más personal que una novela, tan individual y autobiográfico como una confesión o un diario íntimo».

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