El doctor Hackenbush y los caballos

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Un día en las carreras, de Sam Wood

Décadas después de su muerte en agosto de 1977, Groucho Marx sigue siendo uno de los cómicos más admirados y un icono cultural kitsch para los amantes de las citas fáciles. Pero Groucho y sus hermanos, además de regalar unos cuantos títulos clásicos, innovaron profundamente en el campo de los diálogos cuando el cine sonoro daba sus primeros pasos. Si la mayoría de los directores se limitaban a colocar la cámara y asistir a los largos parlamentos de los actores, Groucho, Chico y Harpo solían imponer las escenas al responsable de turno y marcaban el ritmo con sus réplicas. En Un día en las carreras, su irreverente humor se ceba de manera especial con la profesión médica…

Judy es la joven y bella propietaria del sanatorio Standish, cuyos gastos crecen en la misma medida en que disminuyen los clientes, mientras unos especuladores planean comprar el edificio para montar un casino. La situación se agrava cuando la acaudalada e hipocondriaca señora Upjohn decide abandonarlo e ir en busca del doctor Hugo Z. Hackenbush. Ante esta eventualidad, el servicial y avispado Tony (Chico Marx) hace creer a la dama que el tal Hugo está ya en camino para dirigir el centro, y ella, alborozada, promete realizar una generosa donación si eso se confirma. Cuando Tony llama al médico, nadie imagina que en realidad es un veterinario, a quien no le importa hacerse pasar por lo que sea si eso le proporciona un dinero con el que entregarse a su mayor pasión, aparte de las mujeres: las carreras de caballos. Curiosamente, la salvación del sanatorio no vendrá de la mano de la señora Upjohn, sino del triunfo del potro propiedad del novio de Judy, que les reporta pingües beneficios.

Sobre este simple cañamazo argumental se construye Un día en las carreras, auténtico modelo del cine que los hermanos Marx cultivaron durante décadas. Firmado por el prolífico Sam Woody deudor de la tradición vodevilesca de los cómicos que lo protagonizan, el filme es una sucesión de sketches sin demasiada homogeneidad, a la que se añaden la típica y edulcorada historia de amor que siempre acaba bien, unos cuantos números musicales y la presencia de unos ‘malos malísimos’ que sirven como contrapunto al candor de unas víctimas bondadosas hasta el hartazgo y que reciben la ayuda de los pícaros hermanos. Una fórmula similar a la desarrollada dos años antes en Una noche en la ópera (Sam Wood, 1935) y dos después en Una tarde en el circo (Edward Buzzell, 1939). En todas ellas–muy alejadas de la solidez de Sopa de ganso (Leo McCarey, 1933), por ejemplo– sólo hay algo que rompe la monotonía: lo irrespetuoso, el absurdo y la extraordinaria lucidez del humor surrealista de los Marx.

Y es que, aunque se haya aceptado acríticamente el muy discutible hecho de que sus películas fueran obras redondas en cuanto a su estructura, no se han alabado con el mismo entusiasmo los notables avances que aportaron al entonces vacilante cine sonoro. Las estudiadas coreografías, el genio de los tres hermanos más famosos y un evidente dominio de la gestualidad apoyaban sus diálogos. Una serie de réplicas de impacto, tan chispeantes que aún hoy sorprenden, y que eran herederas directas de los números sueltos que ensayaban y pulían en sus actuaciones itinerantes en vivo. Así, dentro de un conjunto algo acartonado, tópico y anodino, se esconden varias escenas de mordacidad inusitada, tres de las cuales están relacionadas con el ámbito de la Medicina.

En la primera de ellas, tras la llegada del doctor Hackenbush se produce su presentación al equipo y al anterior director del sanatorio. La señora Upjohn, que en su día fue tratada por aquél, le pide su pastilla y éste le proporciona un comprimido enorme. Cuando los remilgados facultativos dicen que parece una dosis de caballo y preguntan si no se necesitará mucha agua para tragarla, Hackenbush responde con sorna que «con diez litros va que chuta» y que «el último paciente al que se la receté ganó el Gran Derby». Todo ello con una puesta en escena simple y casi teatral, porque los Marx entendían que el ritmo no debía proporcionarlo el montaje, sino los diálogos. Una enseñanza que hoy han olvidado, o han querido olvidar, muchos nuevos realizadores. Y la primera de las furibundas críticas lanzadas por los hermanos Marx contra todo loque suene a ‘tradicional’, a ‘socialmente aceptable’ o a ‘clasista’. En este caso, los médicos reciben sus dardos más envenenados.

La segunda escena es un prodigio en su concepción, desprendiéndose –ahora sí– de la rémora teatral y adentrándose en los caminos del puro cine. Whitmore, el pérfido exdirector, intenta ponerse en contacto con el Colegio de Médicos de Florida para comprobar el expediente del doctor Hackenbush. Éste se entera y pide a la secretaria que cruce los cables en la centralita, haciéndose pasar por un miembro del Colegio que llama por teléfono a Whitmore. Hackenbush, quien se encuentra en su despacho, comunicado a su vez, vía interfono, con el de Whitmore, obliga a éste a hablar más alto, porque dice que no le oye. Pero cada vez que alza la voz, suena el intercomunicador y Hackenbushle ordena que no grite. Whitmore tiene que levantarse para atenderle, y cuando vuelve a coger el teléfono se ha perdido la información que, supuestamente, se le ha facilitado desde Florida. Si se ha visto alguna película de los Marx, se intuirá con facilidad lo disparatado de una situación en la que se activan recursos cinematográficos como la pantalla partida o el ‘fuera de campo’, con el que se omiten acciones que se pueden sugerir de forma sutil. Destellos de celuloide de altos vuelos que encuentra su mejor guinda en la más delirante de las escenas de Un día en las carreras.

Los Marx hicieron del diálogo el principal motor de su creatividad

Se trata del memorable reconocimiento médico al que los tres hermanos someten a la señora Upjohn, ante la atenta mirada del eminente doctor Steinberg y de Whitmore. Margaret Dumont, la actriz que tantas veces padeció las burlas y escarnios de los Marx, sufre ahora el más enloquecido de los exámenes, a manos de un trío de farsantes que acabarán huyendo a caballo de una consulta inundada por el agua. La secuencia es una apretada síntesis de varios de los rasgos. característicos de los Marx: el disfraz como excusa para los gags –ninguno de los tres es, nunca, lo que parece–, la combinación perfecta entre chistes visuales y verbales, la agresividad como marca definitoria o el desdén hacia cualquier procedimiento establecido.

Estos y otros pasajes aislados han convertido Un día en las carreras en un clásico aparentemente incuestionable pero poco estudiado. En una dinámica perversa, se tiene a los hermanos Marx como unos payasos respetados y hasta idolatrados, pero que no merecen un análisis en profundidad. El humanismo de Chaplin o las innovaciones de Buster Keaton ponen de manifiesto sus carencias: el primero se resistió con uñas y dientes a la llegada del sonido, convencido de que la palabra destruiría el valor expresivo de los gestos, y el segundo acabó aniquilado por la industria sonora, jugando una maravillosa, decadente y a todas luces simbólica partida de cartas en El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950). Los Marx, en cambio, hicieron del diálogo el principal motor de su creatividad y facilitaron numerosas enseñanzas a un cine que desde 1927 se encontraba acorralado entre la platea y unas cámaras todavía demasiado pesadas. Lástima que se olviden tan frívolamente sus fundamentos –y los de otros nombres aún más grandes, como Ernst Lubitsch o Billy Wilder– y el cine actual vuelva a parecerse con demasiada frecuencia a aquel simple espectáculo de barraca de feria que había sido en sus orígenes.

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