El doctor Freud y el inconsciente

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Volvemos en esta ocasión al cine clásico para recordar una de las biografías de médico más impresionantes y polémicas que el cine haya realizado jamás, aunque por diversos motivos relacionados con las peculiares características de la industria cinematográfica no alcanzase la resonancia que merecía desde muchos puntos de vista: el Freud dirigido por John Huston en 1962, a partir de un argumento original de Jean-Paul Sartre, y que la Universal decidió titular Freud, pasión secreta, para darle más «morbo» comercial…

Inmediatamente después del durísimo rodaje de Vidas rebeldes (The Misfits,1961), donde contó como intérpretes con Clark Gable, Marilyn Monroe y Montgomery Clift, John Huston volvió a su antiguo proyecto de película sobre el médico vienés Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, en el que venía pensando desde hacía más de veinte años. Exactamente, desde que en 1939 colaboró con William Dieterle en el guion de La munición mágica del doctor Ehrlich, biografía del célebre investigador de la sífilis y otras enfermedades infecciosas, premio Nobel de Medicina en 1908. Y con más intensidad a partir de 1945, cuando él mismo dirigió un mediometraje documental titulado Hágase la luz, en el que estudiaba las aplicaciones terapéuticas de la hipnosis en soldados que habían quedado traumatizados por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.

Para poner en marcha el film, Huston encargó el guión de Freud al filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre, “antifreudiano, pero que conocía profundamente la obra de Freud y podía ofrecer un enfoque objetivo y lógico”, según comentó el director en sus memorias –tituladas A libro abierto y publicadas en español por Espasa Calpe en1986–, donde cuenta con todo lujo de detalles malévolos las tensas relaciones mantenidas con el pensador, que condujeron a la ruptura del contrato. Tampoco iban a ser fáciles los nuevos contactos del cineasta con un Montgomery Clift ya en pleno deterioro físico y psicológico, ni con la joven Susannah York –en el papel de Cecily Koertner, la enferma sobre la que giran en la película la mayoría de las investigaciones de Freud–, ni con la censura norteamericana–horrorizada ante la idea de ver representado cualquier apunte de sexualidad infantil, entre otros aspectos “escabrosos”–, ni con la productora Universal, empeñada en reducir a algo menos de dos horas los 140 minutos originales.

Por encima de todas esas dificultades, que influyeron decisivamente en la mediocre acogida inicial que sufrió el film, superada después a medida que se revisaba una y otra vez, con el paso de los años, Huston se propuso, ante todo, “huir del modelo de las películas biográficas que popularizó la Warner antes de la guerra…, en las que el protagonista era invariablemente un héroe, encantador hasta la banalidad… Quería hacer justamente lo contrario. El descenso de Freud hacia el inconsciente debía ser tan terrorífico como el de Dante al infierno: puro azufre”.

En realidad, Freud sigue de cerca la trayectoria del médico sólo durante los años 1885 a 1893: sus estudios sobre la hipnosis con Charcot en París, sus primeros enfrentamientos con la medicina “oficial” del momento y la estrecha colaboración con su mentor vienés, Josef Breuer, con quien iba a publicar los Estudios sobre la histeria –de los que están extraídos la mayoría de los síntomas que aparecen en el film–, antes de distanciarse también, en buena medida por los escrúpulos morales de Breuer frente al pansexualismo que, a su juicio, impregnaba cada vez más las teorías freudianas.

Uno de los mayores aciertos de Huston al plantear su personal retrato del primer Freud consiste precisamente en situar al médico frente a los historiales de sus pacientes, pero también y sobre todo frente al suyo propio, a su pasado y sus represiones, de modo que la investigación cabalga en dos vertientes a la vez, el de la observación y el de la introspección, mientras su protagonista pasa de la utilización del llamado “método catártico” –a través de la hipnosis y directamente inspirado en las teorías de Charcot– al “analítico”, basado en la interpretación de los sueños, recuerdos y actos fallidos, que andando el tiempo daría paso al psicoanálisis en sentido pleno.

En ese arduo recorrido, Huston pone buen cuidado en subrayar los miedos e incluso el vértigo del investigador ante algunos de sus descubrimientos más polémicos, como la existencia de la sexualidad infantil o las tendencias incestuosas latentes bajo el “complejo de Edipo” y sus variantes. En opinión de algunos críticos, el gran hallazgo narrativo del film radica en una estructura que, en el fondo, responde a la de las películas de investigación policiaca, donde el “detective” indaga simultáneamente en su entorno profesional y en su propia experiencia, fiel con ello al lema esculpido en el templo de Delfos, “Conócete a ti mismo”, citado expresamente en la película y que, al mismo tiempo, es una de las constantes que animan la filmografía del director.

Consciente de que la mayor dificultad consistía en “materializar” en la pantalla conceptos abstractos o mecanismos tan sutiles como el de la represión psicológica, el cineasta, asesorado por el conocido psiquiatra británico David Stafford-Clark, opta por estilizar las imágenes a través de una espléndida fotografía en blanco y negro, concentrar la atención de la cámara en la mirada del protagonista –hasta el punto de que algunos especialistas aseguran que en uno de los abundantes primeros planos se advierten a simple vista las agudas cataratas que padecía, sin saberlo, Montgomery Clift– y romper la linealidad del relato mediante la inserción de sueños y recuerdos, a veces repetidos o ligeramente modificados, cuya realización técnica resulta hoy un poco tosca y subrayados, además, por una música demasiado enfática.

A este respecto es inevitable mencionar el paralelismo existente entre esas secuencias oníricas y las creadas por Alfred Hitchcock, sobre dibujos de Salvador Dalí, en Recuerda (1945), otra película que se remitía expresamente al psicoanálisis, aunque, a tenor de su desarrollo, el conocimiento quede esta disciplina tenía el gran maestro inglés era muy inferior a su dominio de las técnicas del suspense.

Sea como fuere, John Huston consiguió superar con éxito el gran problema cinematográfico al que se enfrentaba: “Cada paso tenía que quedar claramente demostrado. Era una historia de suspense intelectual y no podía suprimirse ningún paso sin afectar a la lógica del conjunto. Había que ‘educar’ al público a lo largo del film, pero ese proceso didáctico debía quedar integrado en el fluir del argumento, porque al espectador no le gusta que le den lecciones cuando ha pagado para que le entretengan… Y yo quería que los espectadores salieran de la sala dudando de su capacidad para tomar decisiones auténticamente libres, y aceptando la posibilidad de que su mente consciente desempeñe un papel secundario en esas decisiones”. Al intentarlo, el cineasta nos legó también un magnífico ejemplo de “biografía” y una película hermosa, sólida e insustituible por muchos conceptos.

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