El doctor Frankenstein y su monstruo (que es el nuestro)

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Según el mito clásico, un titán de nombre Prometeo fue el artífice de los primeros seres humanos, y al robar a Zeus el fuego eterno con el que crear la vida desató la ira de éste. Mucho tiempo después, una joven de diecinueve años, ayudada por su pareja –el famoso poeta Percy B. Shelley–, rescató la leyenda y la convirtió en una de las obras literarias más llamativas del siglo XIX. Su título es «Frankenstein», y la versión cinematográfica más conocida, la dirigida por James Whale en 1931, traducida en España como El doctor Frankenstein.

Parece que el origen de la novela de Mary Shelley estuvo en una lluviosa noche de junio de 1816, en la que la pareja y tres invitados, entre los que se encontraba Lord Byron, organizaron un curioso juego. Cada uno debía contar una historia de terror, y a la joven Mary se le ocurrió el relato de un estudiante–no un doctor– que lograba dotar de vida a una criatura inerte. El narrador empieza siendo Walton, un marinero que se encuentra con Víctor Frankenstein en su persecución del monstruo resultante. Tras un comienzo en forma epistolar, recurso muy de moda en el siglo XVIII, será después el propio Víctor quien cuente –a Walton y al lector– su escalofriante peripecia.

Al margen de las diferencias existentes entre las dos ediciones de la novela (1818 y 1831), cabe señalar como elementos principales el tema de la creación, tratado por la autora desde su convencido ateísmo; la figura del doble, como clara manifestación romántica que conecta Frankenstein con autores como Maupassant o con las corrientes expresionistas; la del monstruo, con el que la escritora nos permite identificarnos cuando es él quien narra en primera persona su triste historia, que es la de alguien bueno convertido en un ser cruel por el rechazo de los demás y que toma conciencia de sí mismo a través de furtivas lecturas de Milton, Goethe o Plutarco; y, finalmente, el personaje central: un estudiante aplicado, apasionado lector de filosofía y ciencias, que se debate constantemente entre la razón y la pasión. Un creador que debe pagar por haberse atrevido a jugar a ser Dios, valiéndose de la ciencia, y un hombre, en definitiva, culpable. Porque en la novela, el peso de las desgracias que ocurren recae sobre la sociedad, que, rechazando al monstruo por el hecho de ser diferente, le obliga a convertirse en una criatura sólo capaz de odiar. Una metáfora que quizá conviniera rescatar ahora para explicar algunos aspectos de la convulsa época en que vivimos.

Pero aquí tiene más interés comparar esos dos personajes con lo que de ellos ha hecho el cine a lo largo de su historia. En 1931, los Estudios Universal recurrieron a un relato del que ya se habían realizado, en los treinta primeros años del cinematógrafo, hasta tres versiones diferentes. Esta productora iba a tener en el Drácula de Bram Stoker y en la creación de Mary Shelley las puntas de lanza de una década hegemónica y de un subgénero que se conocerá después como “el cine de terror de la Universal”, al que seguirán “el cine de monstruos de la RKO” y el reinado, algo menos rutilante, de la productora británica Hammer, que volverá a desenterrar tan terroríficas figuras en los años cincuenta. Pero a comienzos de los treinta, en los primeros escarceos del cine sonoro, el monstruo de Frankenstein asustaba, y de qué manera, a los espectadores. Una presencia imponente, vestida de negro, con grandes ojeras y tornillos en el cuello, que se limitaba a balbucir pero que podía emocionarse ante la belleza de las flores, dejando para la posteridad una de las escenas más trágicamente bellas jamás filmadas: aquélla en la que se encuentra con una niña, a la que acaba ahogando sin maldad, por pura ignorancia, y que muchos años después recuperaría en tono de homenaje Víctor Erice en su impecable El espíritu de la colmena (1973).

Aparte de esa escondida humanidad, poco tiene que ver el monstruo de Frankenstein en celuloide con su referente literario. La razón de las diferencias puede residir en que el guión cinematográfico no partía de la novela, sino de varias de las adaptaciones teatrales que se habían hecho de ella. Así, el monstruo ve cambiada su fisonomía, hasta hacer irreconocible al actor que se encuentre bajo la máscara–razón por la que Bela Lugosi, por entonces celebérrima imagen de Drácula, rechazó el papel, que iría a parar a Boris Karloff– y se le niega la capacidad de hablar, que era uno de los grandes atractivos de la obra literaria, donde esa víctima inocente de la vanidad ajena desgranaba largamente sus cuitas en primera persona. Porque, para Shelley, la culpa de la situación era, antes que del estudiante Víctor Frankenstein –osado joven metido a demiurgo que recibía como castigo la pérdida de todos sus seres queridos–, de la sociedad, que convierte a los hombres “extraños” en criaturas malvadas.

Un médico audaz en una sociedad que sigue convirtiendo en bestias salvajes a aquéllos a los que desprecia

En el filme de Whale, la figura del ahora médico se ve notablemente despojada de los ropajes psicológicos de los que hacía gala en el texto, y se añaden unos pasajes que, curiosamente, son los que han pasado a ocupar un lugar propio en nuestra memoria. Nadie encontrará en la novela la escena –espléndidamente planificada– de la creación del monstruo en una noche de tormenta; ni la de la conferencia del doctor Waldman, en la que explica las diferencias entre el cerebro de una persona honrada y el de un delincuente –“la escasez de circunvoluciones en el lóbulo frontal y la marcada degeneración del lóbulo frontal central, en el caso del cerebro enfermo”–, que introduce en el relato unas connotaciones cuando menos discutibles. El guión incorpora también el personaje de Fritz, sirviente del doctor y sobre el que recae la crueldad que en la creación original de Shelley mostraba el estudiante Frankenstein, en lo que no es más que un burdo recurso para que los espectadores se identifiquen sin ambages con el doctor. Ese ayudante se encarga de robar un cerebro, pero se equivoca y sustrae el de un malhechor, lo que añade una dimensión maniquea y desvirtúa por completo el discurso.

El doctor Frankenstein es sin duda una película importante –que Whale prolongaría cuatro años más tarde, a instancias de la Universal, con La novia de Frankenstein (1935)–, pero pocas veces en los más de cien años de historia del cine se habrá asistido a un mayor ejercicio de simplificación de dos personajes que daban para mucho más. La puerilidad de los grandes Estudios hizo del clásico de Shelley una mera historia de buenos y malos, salvada por la forma extraordinaria en que está rodada. Audaces movimientos de cámara a lo largo de las trece secuencias que componen el largometraje, una puesta en escena típicamente expresionista, con iluminaciones directas y el siempre sugerente juego de sombras, unos escenarios desnivelados e inquietantes y varias escenas memorables han convertido El doctor Frankenstein en una obra de referencia, a la altura de otros hitos cinematográficos anteriores que giraban sobre el mismo tema, como El Golem (1920), de Paul Wegener, o Metrópolis (1926), de Fritz Lang, en la que el robot que suplanta a María funciona de forma muy parecida al monstruo de Frankenstein.

Creación y creador, monstruo y doctor, acaban literalmente quemados en una hoguera simbólica –atención a los tres planos del molino en el que perecen los dos, ejemplo perfecto del virtuosismo del director James Whale–, el uno por los crímenes cometidos, y el otro por haberse atrevido a jugar a ser Dios. Un médico audaz en una sociedad que –hoy como entonces, si no más–, sigue convirtiendo en bestias salvajes a aquéllos a los que desprecia, para después castigarlos y lavar así su conciencia.

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