El doctor Akagi y la hepatitis

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Después de habernos referido a los personajes de médicos recogidos en dos películas ya clásicas, como El hombre elefante y El niño salvaje, nos fijamos ahora en un título bastante más reciente, aunque también más alejado desde el punto de vista geográfico y cultural: Doctor Akagi, dirigido por el japonés Shohei Imamura en 1998 y que pasó fugazmente por las pantallas españolas.

Una pequeña isla de Japón, en 1945. Alemania ha perdido ya la guerra, pero el Imperio del Sol Naciente resiste. La situación en la localidad pesquera donde transcurre la acción es desesperada, por falta de alimentos y por una epidemia de hepatitis que amenaza con extenderse por todo el mundo…, o así lo teme al menos el doctor Akagi, un médico de pueblo a quien todos llaman «doctor hígado» por su obsesión con esa enfermedad. Akagi no busca notoriedad –aunque acabará encontrándola–, ni tiene tiempo para mantener relaciones sentimentales –si bien la joven y generosa prostituta Sonoko se enamorará de él–; dedica su vida a esa particular cruzada contra la hepatitis y sus escasos recursos a hacerse con un microscopio y un proyector cinematográfico quizá demasiado moderno para la época y que, mediante una ingeniosa adaptación, conseguirá utilizar para fines científicos. Pero el Gobierno considera que su investigación es inútil y le recorta las dosis de glucosa que receta a sus pacientes. Un cirujano morfinómano amigo suyo, un soldado holandés al que ha salvado la vida, un bonzo libertino y la propia Sonoko tratan de ayudarle en la tarea que él ha convertido en razón de su existencia. Finalmente, el estallido de la bomba atómica, al que asisten horrorizados los protagonistas, adopta en la pantalla la forma de un enorme… hígado incandescente.

Con una trama tan insólita y disparatada en apariencia, Imamura construye una hermosa fábula que refleja la mezcla de tradición y modernidad, de costumbres ancestrales y mimetismo occidental, existente en los pequeños pueblos japoneses. Y el aspecto dislocado de la anécdota oculta en realidad un relato coherente, bien estructurado a través de unos personajes que giran en torno a la figura del protagonista, contribuyendo a describir su personalidad y haciéndolo evolucionar, de acuerdo con las normas clásicas del guión. Akagi es un médico altruista que se pasa el día corriendo de casa en casa para atender a unos pacientes a los que siempre diagnostica hepatitis. Esas carreras funcionan como “leit motiv” del film, en un claro ejemplo de lo que Eisenstein llamó “unidad orgánica” en el cine: la fusión perfecta entre el contenido –las carreras de Akagi como motor de la acción y elemento descriptivo de los rasgos característicos del personaje– y la forma cinematográfica: las repeticiones y los saltos que dan sentido y, a la vez, confieren ritmo al conjunto.

Ese mismo recurso volverá a aparecer, por cierto, en Agua tibia sobre un puente rojo, título posterior del mismo Imamura, un director no demasiado conocido entre nosotros, a pesar de su destacada trayectoria. Nacido en Tokio en 1926, estudió historia occidental, creó su propia productora y en 1981 consiguió un primer reconocimiento internacional con ¿Por qué no?, interesante reflexión sobre la vuelta a los orígenes. Dos años después, La balada de Narayama obtuvo un notable éxito, repetido cuando La anguila (1997) se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1997 y con la citada Agua tibia sobre un puente rojo (2001), donde cuenta en clave de humor la relación entre un hombre y una mujer cuyos fluidos orgásmicos incrementan el caudal del río que pasa cerca de la casa de ella.

Con este somero repaso se advierte ya la heterogeneidad de temas y estilos que impregna la obra de un cineasta singular, cuyas raíces culturales se unen a ciertas tendencias occidentales y donde se entrelazan las influencias de Yasuhiro Ozu con las de Ernst Lubitsh o Jean Renoir. En Doctor Akagi hay numerosas puertas que se abren y se cierran, y gente que entra y sale constantemente, recordando al famoso «toque Lubitsch» o al estilo de Renoir, que solía decir: «Cuando se rueda hay que dejar siempre una puerta abierta en el estudio, porque nunca se sabe quién puede entrar por ella».

La referencia a Ozu adquiere inesperada actualidad, ya que acaban de reestrenarse en España dos películas de este gran maestro japonés: Cuentos de Tokio (1953) y Buenos días (1959). El gusto por el plano secuencia que le caracteriza, y que también Imamura utiliza con frecuencia, está condicionado en éste por el ritmo más «occidental» que imprime a sus relatos, y que le lleva a acortar la duración de unos planos que en aquél tendían a ser interminables. Uno y otro comparten asimismo la profunda preocupación por el ser humano, ajena a los efectismos tan en boga hoy, también en el cine oriental. En este sentido, la afirmación de Imamura: «Estoy tan obsesionado por las personas que podría decir que me devora mi pasión por ellas», puede aplicarse perfectamente al protagonista de su Doctor Akagi, angustiado ante la brutalidad del ejército y la venalidad de sus mandos y que sufre una profunda crisis ética cuando, preocupado por estudiar la hepatitis, dejade atender a una paciente, que muere sin su auxilio.

Tampoco deben olvidarse las referencias autobiográficas: el padre de Imamura fue uno de los primeros profesionales de Tokio que se implicaron en lo que hoy llamaríamos «medicina social», y parece que realizaba las mismas carreras de casa en casa, sin preocuparse por la falta de medios y de reconocimiento público, por lo que la escena en la que Akagi acude a una reunión de médicos donde se premia su abnegada labor, con los participantes puestos en pie aplaudiendo, puede interpretarse como un homenaje del autor a la figura de su padre. Junto al dramatismo de la historia, a la belleza de algunos planos –cuidados al milímetro– y a unas composiciones que recuerdan insistentemente a los grandes directores del cine oriental, Doctor Akagi contiene también otro registro sorprendente: la comicidad, representada por la imagen del protagonista corriendo perfectamente trajeado, por el cirujano que se inyecta la morfina destinada a sus pacientes, por la magnífica escena entre la prostituta Sonoko y un cliente cuya manía consiste en introducir huevos de gallina en sus juegos sexuales –detalle utilizado ya por el erotómano polaco Walerian Borowcyzk en su adaptación del relato de André Pyeire de Mandiargues, La marge, titulada en España Una mujer de la vida(1976)–, o por ese inesperado final, en el que la explosión de la bomba adquiere la forma de un hígado, y que esconde al mismo tiempo una reflexión de gran alcance: la enfermedad que Akagi diagnosticaba y que se incubaba en el cuerpo de sus pacientes, amenazando con hacerles estallar el vientre, no era otra cosa que la ira de todos ellos contra la guerra.

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