por Enrique Battaner
Poder colaborar con una revista patrocinada y editada por el Colegio Oficial de Médicos de Salamanca supone para mí un honor y una gran satisfacción. En mi doble condición de médico y profesor universitario, creo firmemente que las actividades de ambas entidades, Universidades y Colegios han de coordinarse de una forma mucho más intensa que hasta ahora.
Hoy día las enseñanzas universitarias persiguen de una forma mucho más intensa la inserción profesional de sus graduados. Tanto más cuanto que estamos ante un proceso, la adaptación al Espacio Europeo de Educación Superior, en el que el énfasis en los aspectos profesionales de la docencia va a ser mucho más profundo que lo practicado hasta ahora. Baste señalar que una de las características más novedosas de este proceso, el llamado “Suplemento al Título” ha de consistir en la enumeración precisa de las capacitaciones profesionales de cada graduado en particular. Se abre ante nosotros un período en el que las Universidades han de modificar muy profundamente el carácter de sus enseñanzas. El proceso generará sin duda resistencias y en el mismo el papel de los Colegios Profesionales puede llegar a alcanzar gran relevancia. Así está ocurriendo, sin ir más lejos, con las profesiones técnicas (ingenierías y arquitectura) en las que el debate está siendo muy intenso. Hay quien defiende que la acreditación profesional ha de ser reservada a los Colegios Profesionales, cosa que naturalmente induce bastantes resistencias en la Universidad.
“La presencia del Colegio en la Universidad ha de ser obligatoria”
En el ámbito de la Medicina, este debate puede llegar a ser incluso más complicado, pues aquí disponemos de un tercer elemento en el mismo: el Sistema Público de Salud y sus competencias en la formación profesional del médico a través del sistema M.I.R. Muchos de nosotros (y ahora hablo como médico) pensamos que los Colegios Profesionales no han estado presentes con la intensidad que debieran en todo este complejo sistema de formación y acreditación. Por ello creo que la gran reforma educativa que supone la homologación generalizada de las enseñanzas europeas es una magnífica ocasión para que los Colegios puedan entrar en pie de igualdad en el gran debate que se avecina. Por parte de la Universidad (y ahora hablo como universitario) existe sin ninguna reserva la voluntad de favorecer la incorporación de los Colegios a todo el proceso.
Hay asimismo otro importante aspecto en el que la colaboración de la Universidad con los Colegios Profesionales ha de ser potenciada: la formación permanente y el reciclaje. Hasta ahora, las actividades de la Universidad en este terreno no han pasado de embrionaria. Con ello no quiero decir que estas actividades no existan; la Universidad imparte algunos cursos de formación permanente muy bien estructurados y de gran éxito. Pero hasta ahora no han pasado del voluntarismo de algunos profesores interesados en la cuestión. Yo apunto a un esfuerzo global, en todos los campos y en todas las materias. Y particularmente en el terreno médico, en el que en los años venideros próximos vamos a asistir a la incorporación del extraordinario desarrollo de la ciencia biológica en los últimos veinte años. Cuestiones como genómica, proteómica, células madre y demás van a incorporarse en un futuro inmediato al quehacer médico. Un abordaje de estas cuestiones en el ámbito de formación permanente de los médicos en ejercicio es una obligación ineludible tanto de los Colegios como de las Universidades, y muy preferiblemente de forma sinérgica y coordinada.
Por último (y no pretendo con ello una exhaustividad que estas líneas no tienen), creo que la presencia del Colegio de Médicos en la Universidad ha de ser obligatoria como elemento primordial de formación de nuestros estudiantes de Medicina. Que el alumno en sus años de formación obtenga una visión clara y experimentada de lo que es la práctica profesional debería ser una asignatura ineludible en su formación. Nadie más adecuado para ello que los Colegios de Médicos.
Me he limitado en estas breves líneas a señalar posibles campos de colaboración entre el Colegio y la Universidad que se abren en un futuro inmediato. No me cabe duda de que el Colegio de Salamanca, con mi buen amigo y compañero el Prof. Dr. Manuel Gómez Benito al frente, comparte estas apreciaciones y que marcharemos codo con codo en estos y otros muchos retos que el mundo actual plantea ante la profesión médica y sus instituciones.
Por Mª Dolores PÉREZ LUCAS
Escritora
Siempre he admirado a los médicos. Pienso que aquel que tiene verdadera vocación posee unas excepcionales cualidades. Es generoso, dándose a sus enfermos sin regatear horas ni desvelos.
Recuerdo a uno de esos médicos, que en los años de mi niñez se conocían como “médicos de cabecera”. No cabe duda que el apelativo era justo. El que atendía a mi familia se llamaba Don Pedro Sandoval. A la menor cosa: una gripe o un simple catarro, se le llamaba, y el bueno de Don Pedro, se personaba en casa y se pasaba el tiempo que hiciera falta sentado a la cabecera del enfermo.
¡Hay que ver lo que nos visitó cuando yo tuve el paludismo! Esta enfermedad, actualmente erradicada, constituía una tortura para quien la contraía. Un mosquito, el anofeles, era el culpable. Anidaba en las charcas y donde hubiera aguas estancadas, y si le daba por picarte cuando paseabas, sobre todo al atardecer, por el campo, ¡pobre de ti! Te entraba una tiritona, que hasta la cama se movía como si le hubiese entrado el baile de San Vito. Y luego sudores, y fiebre, mucha fiebre. Y cada tres o cuatro días, según fueran tercianas o cuartanas, vuelta a la tiritona, a los sudores y a la fiebre. ¿El remedio? Paciencia y atiborrarte de quinina.
Don Pedro, nuestro médico de cabecera, sentado a la ídem de mi cama, me tomaba la temperatura, me auscultaba y, sobre todo, me hablaba cariñosamente, consiguiendo que me olvidase, por un rato, del dichoso paludismo. Sirva esta digresión de agradecido recuerdo a su memoria.
“En mis tiempos muy pocas mujeres accedían a los estudios de Medicina”
Desde luego a mí nunca se me ocurrió estudiar Medicina, me atraían las Letras, que es la carrera que empecé a estudiar hasta que me casé y suspendí los estudios. Además, en mis tiempos, muy pocas mujeres accedían a los estudios de Medicina (basta ver una orla de entonces para comprobarlo).
La profesión de médico tenía un marcado signo masculino. Y no digamos nada en siglos pasados; aún era peor. En el XVI, por ejemplo, las mujeres no podían estudiar ni Medicina, ni nada de nada. Así le ocurrió a la joven Feliciana Enríquez Guzmán, que para poder frecuentarlas clases de la Universidad salmantina tuvo que disfrazarse de hombre.
Sin embargo, hay un caso curioso, el de una mujer salmantina que sin haber estudiado en ninguna Universidad, era considerada como médico, yo diría más bien como curandera, en la Salamanca de 1550.Su fama llegó a extenderse por toda España. Se llamaba Clara Clisterao Clistelera. Éste, a modo de apellido, se debía a la especialidad que con tanto acierto practicaba y que tanto aliviaba a aquellos pacientes cuyos vientres se veían llenos de “viandas pestilenciales”.
El mejunje que a tal fin preparaba era muy apreciado por las parturientas que sufrían estreñimiento. Al parecer nuestra paisana era una eminencia en el arte de los clisteres o lavativas, que diríamos ahora. Tal como lo reconoce el famoso médico segoviano, Don Andrés Laguna, traductor de “La materia médica” de Dioscórides, quien en la traducción al castellano de este libro (cuatro ediciones, la de 1563, 1566, 1570 y 1586 verían la luz en Salamanca), se refiere a Clara Clistera en elogiosos términos, llamándola “famosa clyptelera de Salamanca”.
¿De qué se servía nuestra paisana para preparar sus clisteres? …Pues de un caldo hecho de acelgas y de unas plantas herbáceas conocidas en Castilla como mercuriales, a lo que añadía un poco de sal y… (aquí viene lo curioso) orines. Sí, sí, orines. Llenando con el mejunje resultante unas tinajas de barro cocido. Si nos fiamos del doctor Laguna, cien mil ayudas diarias extraía Clara de las tres o cuatro tinajas que siempre tenía a mano dispuestas para purgar “los infelices vientres de aquellos pupilos infortunados, que jamás se vieron llenos sino de viandas pestilenciales”.
Tal vez, Clara, de haber nacido ahora, hubiera estudiado Medicina y habría llegado a ser una especialista de renombre… ¿o no?¡Quién sabe!
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