Por Mª Dolores PÉREZ LUCAS
Escritora
Durante este año se está celebrando el cuarto centenario del Quijote, el libro que escribió Miguel de Cervantes y que ha adquirido fama universal y ha sido traducido al francés, inglés, alemán, italiano, rumano, chino, japonés, persa… y a otros muchos idiomas más. Naturalmente, el indiscutible protagonista de la obra es el Hidalgo don Quijote de la Mancha, pero junto a él hay un personaje muy entrañable: su inseparable escudero Sancho Panza. Juntos los creó Cervantes y juntos vivieron emocionantes aventuras. No se concibe a Don Quijote sin su fiel escudero Sancho, y éste no sería nadie de no haber sido el escudero del Caballero de la Triste Figura.
Según se dice, tenía Sancho “muy poca sal en la mollera”, por eso no es de extrañar que se creyese a pies juntillas las cosas más fantásticas e irreales que su amo le contaba, como la promesa de hacerle gobernador de una ínsula que pensaba conquistar en una de sus aventuras. Pero, a pesar de la mucha ilusión que le hacía, al ingenuo Sancho, verse gobernador de una ínsula, en cuanto oyó hablar a su señor de un maravilloso bálsamo, que curaba hasta las más mortales heridas se mostró dispuesto a renunciar al cargo, a cambio eso sí, de que Don Quijote le diese la receta de una tal maravilla, como era el bálsamo en cuestión. Porque para Sancho la salud era lo primero. El bálsamo se llamaba de Fierabrás y obraba verdaderos milagros.
“Cuando vieres”, le dijo su amo, “que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotiliza, antes que la sangre se ye le, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásmes quedar más sano que una manzana”.
Sancho, viendo que aquel curalotodo, además de mantenerle sano y fuerte le haría rico, pues pensaba vender porciones de él por las que sacaría sus buenos reales, suficientes como para pasar la vida descansadamente, rogó a don Quijote que le diera la receta del bálsamo de Fierabrás, reiterando su promesa de que, a cambio, él renunciaría al gobierno de la prometida ínsula. Pero, de momento, Don Quijote no quiso dársela: “que mayores secretos pienso enseñarte y mayores mercedes hacerte”, le dijo. Tuvieron que pasar varios días, y correr diversas aventuras, con unos cabreros y con unos desalmados yangüeses, de las que amo y escudero salieron bastante mal parados, para que, al fin, se la diera.
“Las que podríamos llamar, recetas caseras, no siempre sientan bien a todos”
Estaban descansando en la cama de una venta, que Don Quijote, con su mente trastornada, se empeñó en decir que era un castillo, cuando se armó un buen lío con un arriero, una moza llamada Maritornes, un cuadrillero de la santa Hermandad y el ventero. Se cruzaron golpes entre unos y otros, y a pesar de que Don Quijote y Sancho no se habían movido de su cama, recibieron más que ninguno. “Que no parece –dijo el dolorido Sancho- sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche”.
Pero si él se sentía mal, peor se sentía Don Quijote, al que el cuadrillero le había propinado un golpe en la cabeza con un candil. Tan mal se sentía que pidió a Sancho que fuera en busca del alcalde de aquella fortaleza, que por tal seguía teniendo al ventero, y le pidiese que diera un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el “salutífero bálsamo”.
Sancho, con harto dolor de sus huesos, corrió en busca del ventero. ¡Al fin iba a conocer la receta del bálsamo en cuestión! No tardó nada en volver con los ingredientes y dárselos a su señor, que los mezcló y coció, al tiempo que entonaba “más de ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada palabra acompañaba una cruz, a modo de bendición”. Hecho esto bebió un buen trago, del que él imaginaba precioso bálsamo, y su efecto no se hizo esperar. Apenas lo acabó de beber, “cuando comenzó a vomitar, de manera que no le quedó cosa en el estómago”. Luego se quedó, plácidamente, dormido, durante más de tres horas y al despertar todas sus molestias habían desaparecido. “Y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás”.
“También Sancho Panza, tuvo a milagro la mejoría de su amo y le rogó que le diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad”. Don Quijote se lo dio, y Sancho, ni corto ni perezoso, se lo bebió de un trago. Nada más acabar de hacerlo le entraron unas ansias, arcadas, sudores y desmayos, que pensó había llegado su última hora; y viéndose tan afligido y acongojado, maldecía el bálsamo con todo su corazón…
Pero aún le faltaba lo peor. Y fue que, al hacerle efecto el brebaje, “comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales, con tanta priesa, que la estera de enea, sobre quien se había vuelto a echar, ni la manta de anjeo con que se cubría, fueron más de provecho. Sudaba y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa la vida”.
Casi dos horas permaneció en esta crítica situación, al cabo de las cuales, sus molestias no habían desaparecido, como le había ocurrido a su amo cuando tomó el bálsamo, sino que se quedó “tan molido y quebrantado, que no se podría tener”. Prometiéndose a sí mismo que, jamás de los jamases, volvería a tomar aquel maldito bálsamos de Fierabrás. Y es que las, que podríamos llamar, recetas caseras, no siempre sientan bien a todos. La automedicación, que muchos practican, aún en nuestros días, tiene sus riesgos.
por Remigio Hernández Morán
Anda la gente de Espadaña un tanto inquieta y calenturienta porque no acaba de llegar al pueblo la famosa pastillita azul que alegra el cuerpo, lo cachondea y le pone el mástil a toda vela en este mar pueblerino, por otra parte siempre en calma y rutinario, y por una vez que pudiera mostrarse proceloso, no sopla el viento para que se hinche el velamen, como ya les ha ocurrido a los pueblos de al lado, donde los de Espadaña tienen que acudir a proveerse del encanto que llaman “viagra” o venir los de fuera a ofrecerlo para dejar encandilando a más de uno y escaldado ante su precio desorbitado.
No se explican los menesterosos del remedito el porqué de su demora en llegar la tableta milagrosa y ya hasta desconfían de los tejemanejes del Ayuntamiento, tal vez de su lógico temor ante un excesivo crecimiento demográfico del pueblo, aunque por otra parte, dejaría de ser anejo de los Establos Surtidos al poder disponer de una población suficiente el día de mañana para formar Consistorio autónomo e independiente y más en estos asuntos tan vitales para el vecindario.
Claro que en esto no se mete don Lucio, el señor cura, pues todo lo que sea aliviar la situación y avivar el fuego entre cenizas, bienvenido sea, pues no es nada contra natura sino medicina de ayuda y en consonancia con el mandato bíblico del “creced y multiplicaos”, y no esos otros artilugios de freno y marcha atrás Jardiel poncelesco de profilácticos, píldoras y ligamentos, que ahora en adelante veremos quién resulta vencedor y se alza con el santo y seña, si los canalizadores de la vida o los segadores de la misma, claro que unos los usan quienes ya van de capa caída y los otros, los de brazo remangado y corte de mangas. El caso es que anda el pueblo revuelto y ya empiezan a terciar en el asunto las mujeres, unas por miedo a los gallos del corral y otras por partidarias del invento, pues cada vez se veía más mustia la flor de su jardín y hasta estaban dispuestas a dirigirse a los padres inventores del apaño masculino para que se afanasen también en descubrir otro paralelo femenino, pues sólo en el acoplamiento de ambos residirá el éxito y el éxtasis.
El tío Modesto no se creía lo que le contaban en el Casino.
– Que sí, hombre, que eso es mano santa y además gratis por la Seguridad Social. Tú vas a la consulta de don Pancracio y ya verás cómo te la receta, pues lo tuyo es una disfunción que debe funcionar. Y de paso nos enteramos de si estarán ya pronto de venta en la farmacia.
Desde el tema de los preservativos y de los laxantes no se había hablado tanto en la tertulia del Pánfilo y de Cándido, de Justino, Lázaro y el Macario, no parecía sino que sólo les interesaran y atrajeran los asuntos del medicamentazo.
Pero éste de hoy les alegraba la pajarita y mientras unos defendían la prescripción gratuita, otros la rechazaban, pues, desconfiados y conscientes de la improbable e inconcebible resurrección de un muerto, ellos preferían ahuyentar los dolores corporales al estado de bienestar de un momento, si es que llegaba, y vete a saber con quién. Preferían los laxantes. También se inclinaban por pagar en general, la pastillita azul, pues el que quiera el lujo de un éxtasis de cielo, que se moje. Nadie se ha muerto por abstinencia. Pero aquí todos veían otra discriminación, que sólo los ricos iban a presumir de viriles y con la caña de pescar dispuesta, mientras que los pobres serían tildados de manfloritas o bardajes y sin capullo que ofrendar a la querida. Por eso, pastillita azul para todos aquéllos con problemas de empalme. El dios Príapo había salido victorioso en la tertulia y ahora no más estaba en tragarse las pastillas necesarias pero no en exceso, para no llegar al eretismo o a fiambre.
Al día siguiente llegaba a la consulta el tío Modesto, un tanto vacilón y compungido.
– Don Pancracio, no sé como decirle… Quisiera una “bisagra”
– Pero, hombre de Dios, eso se vende en las ferreterías. Incluso el “tres en uno” por si precisas lubricar. ¿Tan oxidado andas?
– No sé qué decirle. Pero yo noto que mi biela ya no vaivenes como antes y mi rodamiento a bolas necesita una “bisagra”.
El médico y su enfermera Rosalinda ya habían comprendido la dolencia del tío Modesto que, por otra parte, no se desenredaba a gusto en su lenguaje ante la presencia femenina y le daba corte tener que confesar que él, en otro tiempo el mejor rejón de la corrida y el pino más enhiesto de los montes de Venus, comenzaba a flaquear, a encorvarse, y lo que fuera un cirio siempre encendido, robusto y arbolado, iniciaba su mengua y su blandura. Ante su estado de ansiedad y decaimiento, el mal que le aquejaba sólo tenía una curación psicosomática si le recetaban lo que pedía.
– Tío Modesto, la “bisagra” que usted dice se llama viagra y sólo sirve para mantener enderezado y rígido por un momento el espolón del barco que se va a pique. Pero no se ha inventado nada contra la arruga. Tenga. Y cuidado con el estirón.
El tratamiento produjo sus efectos. Aquella noche la jocunda Desideria, su mujer, quedó enhebrada, realizada y aturdida, ante la exhibición del tío Modesto. Y le mandó por otra dosis.
Por Luis SANTOS GUTIÉRREZ
Me desazonó leer hace unas semanas en El Adelanto un alegato descalificador de los profesores que dan sus clases propiciando que los alumnos tomen notas puntuales (apuntes, en una palabra) de lo que se les explica, sobre lo que versarán las preguntas del examen. El autor del artículo ensalzaba en cambio a quienes tal vez compensen sus carencias docentes haciendo lenguas de las excelencias de los textos y recomendando una serie de libros, publicaciones periódicas, etc. como fuentes de información. Sin pensar unos y otros que los libros no se escriben solos; que están escritos por personas. Y que si una persona es incompetente o necia dirá (y escribirá) necedades. Los errores no dejan de ser errores por el hecho de que figuren en la letra impresa de un libro. Las de un mal libro suponen incluso más delito, puesto que las palabras habladas se las lleva el viento, mientras que las escritas permanecen. Es abrumadora la cantidad de malos libros editados. Si, pasando a estar más enajenado de lo que ya estoy, me diese por anotar todas las correcciones de libros que he hecho a lo largo de mi vida, podría escribir una enciclopedia.
Como simple muestra, veamos dos ejemplos de libros con fallos universales de bulto: En todas las geometrías impresas, los polígonos de lados y ángulos iguales son (con evidente insuficiencia) denominados regulares cuando lo correcto sería etiquetarlos de equiláteros equiángulares. [El término regular, en su amplio sentido, pudiera también convenir a los polígonos que, siendo equiláteros, no son equiángulares (como los rombos) o a los que, teniendo algún lado desigual, exhiban algún tipo de simetría -como los triángulos isósceles, dotados de simetría bilateral, por citar alguno-]. Más grave es que, hace cientos de años, no sé qué gramático no versado en anatomía legó a la posteridad (y ya sin remisión) la inexactitud de etiquetar de alveolares, fonemas que son en realidad gingivales (de gingivos = encía). Los alveolos son las fosas de los maxilares en las que se enclavan las raíces de los dientes. ¡En ningún caso puede la punta de la lengua contactar con los alveolos! Los fonemas audibles en la articulación de las consonantes l, r, n, s y t no son alveolares (como figura en todas las gramáticas) sino linguo-gingivales retro incisivos. Cuidado, pues, con los errores de los libros.
“Los errores no dejan de ser errores por el hecho de que figuren en la letra impresa de un libro”
Los apuntes, en cambio, si son dictados por un verdadero maestro (por un docente eficaz), tienen todas las ventajas. El enseñante, desde su superior nivel de conocimiento, tras beber en las fuentes escritas, ha preseleccionado la información que transmite; se supone que filtrada ya y, por lo tanto, libre de retórica y errores. En los exámenes, los alumnos, colegiadamente, podrán rechazar siempre materias no explicadas; cosa imposible, si la carga del aprendizaje recae en una serie de textos recomendados por el supuesto maestro.
De todas formas, en la verdadera enseñanza, nada (ni la mejor tecnología digital) puede sustituir al contacto directo entre docente y discente; mirándose a los ojos, dialogando, bromeando, si es caso, transformando un happening rutinario en una relación humana. Yéndose de copas, si a mano viene.
Mi buen expediente se funda en que, cuando estudiante, aprendí muchísimo con los apuntes que tomaba a quienes eran mis maestros. Copiando su ejemplo, siendo yo ya profesor, dictaba con pasión las lecciones que acabé aprendiendo al cabo de muchos años de enseñanza vivida, (bajándome de la tarima para deambular entre aquellos a quienes estaba “criando a mis pechos”). Y me entusiasmaba ver cómo a mis alumnos les echaban humo los lápices tomando apuntes. Muchos, ciertamente muchos, de los que sacaron de esos apuntes buen provecho son hoy catedráticos, profesores titulares o altos responsables de centros sanitarios de fuste. Ellos saben bien que, ya muy mayorcito, retengo todavía sus nombres y apellidos. Cuando casualmente nos reencontramos, me halagan recordándome los buenos momentos que… ¡ay!, luengo ha, compartimos. Esos, que disfrutaron del gozo de una peripecia común, son testigos de excepción de cuanto digo. Lo que no saben (o saben muy pocos) es que los apuntes que de mis clases tomaron los mejores alumnos, y que años después pusieron en mis manos, han sido el guión que fielmente he seguido al redactar mis libros de anatomía. Mira tú por donde, mis libros, que se reeditan, son libros de apuntes. Si como discípulo y como enseñante mi experiencia en ese campo ha sido tan amplia y fructífera, ¿cómo no irritarme cuando alguien arremete contra un método que ha llegado a formar parte de mi manera de ser? Pero ¡ojo!, esto no pasa de ser un criterio personal, expuesto con el mayor respeto a quienes piensan que tienen razones para discrepar.
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