Por Saturnino GARCÍA LORENZO
Doctor en Medicina
Aunque la muerte es compañera fija en la partida de la vida, cada época del año ha tenido su “ars moriendi”, su modo y manera de entender el morir. Es algo ancestralmente cultivado.
El “ars moriendi” es un momento más del modo de vida. Y donde más se aprecia nuestro característico arte de morir es en la relación que establecemos entre muerte y tiempo. Nadie pone en duda que la vida son cuatro días; se trata evidentemente de la vida personal. Pero ese convencimiento del límite del tiempo no se puede aplicar a la sociedad; de esta se sobreentiende que no tiene límite.
Consecuentemente con este convencimiento de la vida como evolución se ofrece una idea de la muerte como acabamiento natural de la vida. Este sería el ideal moderno de la muerte. Un ideal con evidentes secuelas morales, sociales y políticas. Si ese “ars moriendi” como dulce acabamiento no es privilegio de pocos, sino derecho de todos, se está abogando por una sociedad al abrigo de toda violencia y capaz de vencer las enfermedades. El ideal de la muerte moderna sería privilegio de pocos. Esta división entre minorías logradas y mayorías frustradas sería la última versión del darwinismo social llevado a la tumba.
No muere bien quien quiere, sino quien puede, suele decirse. Quién no piensa en la muerte no aprecia el valor de la vida, se dice igualmente. Por lo demás, la muerte es siempre cosa de otros, bueno, menos una vez. Si no existe otra vida futura, esta vida mundana -estarán muchos de acuerdo conmigo- termina, sin duda, mal. Únicamente un latido del corazón separa la una de la otra.
En primer lugar, hemos de considerar el significado del morir en nuestra sociedad. Morir no significa ya el proceso que conduce a “abandonar este valle de lágrimas”, el instante álgido de nuestra existencia. Pocos mueren ya en su lecho, lúcidos, “rodeados de su mujer, de sus hijos, o criados”, como dijo el poeta. El moribundo suele ser un ser comatoso, conectado a varios monitores, drogado, inconsciente. Morir, pensamos, es una desgracia que sucede sólo a los demás.
La muerte es hoy un fallo técnico que debemos subsanar olvidando un significado abstracto. Queremos creer que es evitable en cualquier circunstancia, no un fenómeno cotidiano o natural como fuera anteriormente. Morir es hoy un accidente de tráfico, de aviación, un infarto sobrevenido sin previo aviso, una sobredosis de heroína, un suicidio en el curso de una depresión, una enfermedad terminal…, etc. Pero aunque se muere accidentalmente, la causa de la muerte no es natural sino patológica: sea esta una enfermedad biológica o social. Y aunque el tránsito entre la vida y la muerte esté pendiente de un hilo, el moribundo se asimila, tanto si el tránsito dura centésimas de segundo como años, a una persona susceptible de ser asistida. Pero, ¿es tan terrible morir? No debería serlo tanto sabiendo de antemano nuestro destino ya al nacer. No obstante temer la muerte es humano, incluso en quienes no dudan de la inmortalidad del alma y creen en la resurrección. El mismo Jesucristo tuvo miedo a la muerte.
La escritora Katherine Mansfield, tan deseosa de vivir, tan amante de las cosas mundanas, cuya tisis la acercaba irremisiblemente a un prematuro final, nos legó su testimonio: “La muerte me deja por completo indiferente; o la vida sigue o se acaba”.
En efecto, esa es la alternativa: vivir o morir. Pues ya que ha de ser así, vivamos y muramos con dignidad. Esta ha de ser la gran aventura, el gran reto. Y mientras tanto vivamos también con plenitud y con pasión disfrutando plenamente de la vida. Y para acabar recordaremos unos versos de nuestro gran poeta don Francisco de Quevedo: “Breve suspiro, y último, y amargo, / es la muerte, forzosa y heredada: / mas si es ley, y no pena ¿qué me aflijo?”.
Por Luis SANTOS GUTIÉRREZ
Sí, ya sabemos que la República tuvo sus grietas. Y apesta oír, leer y escribir sobre los mismos hechos luctuosos perpetrados por los dos bandos de la Guerra Civil. Hechos tan ciertos como ya tópicos por lo exasperante de su retranca. Por supuesto, durante la dictadura que subsiguió al famoso Movimiento que acabó con un régimen legalmente constituido, cualquier intento de alusión a los represaliados por el franquismo era impensable. Era imposible rememorar lo decididamente condenado al silencio. Con todo, el pacto, no escrito, de olvidar tales hechos durante la transición fue lo mejor de una Constitución que, ¡afortunadamente!, por la desatinada redacción de su artículo 2º, promovió (en lo tocante a la organización geopolítica del estado) precisamente lo contrario de lo que pretendía. Es decir, facilitó el diseño del Estado de las Autonomías territoriales sin que se rompiera España. [Y en esas estamos, esperando la resolución del Tribunal Constitucional acerca de si el Estatuto Catalán se ajusta, o no, a los postulados de la Carta Magna] .
A lo largo de estos años, el referido acuerdo tácito de silencio (de olvido si queréis) ha sido respetado, más o menos, por todos los herederos de los que, en su día, fueron contendientes. Al final, las diferencias de trato, pero sobre todo de destino [¿es que fue legal la condena de los vencidos? ¿dónde están muchos de los cuerpos de los muertos republicanos?] pesaron tanto sobre la conciencia de sus deudos que obligaron a estos a reivindicar la memoria del pasado. “Debemos recordar”, pensaron. Y, sin ánimo de revancha, reclamaron el derecho al recuerdo, poniendo ante los ojos de todos las injusticias y atropellos que, durante la dictadura, sufrieron los suyos.I ntentaban así, tal vez, rehabilitar conductas o, al menos, enterrar dignamente sus despojos. Era, y es, un empeño tan razonable, que, a poco, fue aprobado mayoritariamente en el Congreso con la sola excepción de los diputados del PP.
Yo he escrito ya antes sobre lo mismo, aprobando la reivindicación de la memoria del pasado cuando trae al recuerdo sucesos tan dolorosos por su gravedad que dejan marca indeleble en el alma de quienes los sufrieron como testigos. Únicamente estos tienen verdadero derecho a hablar. Pero, ¡ojo! (matizo ahora) sin dejar de tener en cuenta que cada cual sólo puede recordar (son sólo para quien recuerda fiables) los hechos personalmente comprobados (es decir, las propias vivencias). O aceptar (con reticencias) el relato de los vividos por alguien muy de su actual entraña; muy de la hondura de su identidad de pensamiento de hoy. O acatar testimonios históricos irrefutables (como es el de los documentos fedatarios o el silencio acusador de los muertos removidos de las fosas comunes). Poniendo en tela de juicio la veracidad de hechos pretéritos no autentificados que pueden ser objeto de manipulación. Y reservando siempre la cautela a que obliga la fragilidad de la memoria: el que un recuerdo desvaído corresponda a una vivencia cierta de quien lo aduce no garantiza la verdad de lo acontecido.
Las distintas interpretaciones de sucesos no vividos personalmente, sino recibidos y transmitidos oralmente a lo largo de decenios, son el motivo de que se aireen y publiquen diferentes aportaciones (presuntamente históricas) sobre los mismos hechos. Interpretaciones que arriman el ascua a la sardina de la politiquería de cada cual. A mí, que he vivido esa historia, no dejan de sorprenderme ni el relato sesgado de Cesar Vidal (ultraderecha lígrima), ni la perorata fabulada con la que hoy se despacha Pío Moa (de la derecha ultramontana, antes del GRAPO) que no la han vivido.
Lo dicho hasta aquí no pasa de ser una sarta de obviedades de quien suscribe; un lego en historia que acaba criticando (desde su apreciación subjetiva) a un par de personajes muy, muy mediáticos. Pero no sólo sorprenden las singulares interpretaciones que sobre la historia del franquismo difunden estos epígonos de la dictadura. La evidente y discutida correlación entre historia y memoria tal y como es planteada por Santos Juliá en sus declaraciones a El País de 2 de enero de 2007, no deja de ser menos sorprendente. Aunque es sabido que cuando un especialista en cualquier tema, si, traspasando la frontera irrefutable de las obviedades, entra en un terreno tan resbaladizo y poco conocido como es el de la memoria, se puede esperar cualquier cosa. Y eso es lo que le pasó a Santos Juliá cuando, en su argumentación, dogmatiza a propósito de la discriminación conceptual que cabe hacer entre memoria e Historia sobre la base de que la memoria es subjetiva (individual)y por lo tanto selectiva, mientras que la Historia explica e interpreta objetivamente los hechos. ¡Santo Dios! Mejor que no hubiera aventurado tal ocurrencia, y veréis por qué.
Es claro que, para muchos lectores de El País, el ilustre historiador es de los que resplandece con luz propia. Por eso le admiramos. Pero esa luz se ha ensombrecido con ocasión de su polémica con Pilar Cáceres sobre historia y memoria. Una polémica que tiene como telón de fondo las anotadas declaraciones. Quizás Cáceres se pasa al rebatirlas con cierto desparpajo suficiente que irrita al historiador. Éste, habitualmente prudente, no asume la solfa. Su mente se ofusca; y no entiende que, aunque parezca paradójico, hasta el más capaz puede recibir una lección del más inesperado opinante. Antes de que saltase la comentarista, algunos compartimos con ella nuestra discrepancia de esas concretas declaraciones del autor en el peliagudo tema. Cualquier persona culta con sentido común conoce las carencias que -fuera de su campo- tienen los acreditados expertos en cualquier rama de la epistemología (de la historia también). Como conoce la obviedad de que la memoria es subjetiva (y la historia también). Pero no van por ahí los tiros.
Lo que no es de recibo es que, desde la prepotencia que le confiere su prestigio, alguien descalifique a otro/a motejándole de ignorante porque no comulga con sus ideas. Y menos valiéndose del gratuito y umbraliano argumento de que no ha leído a este o a aquel autor. Y (aún peor) de que si lo ha leído no lo ha entendido. Eso ya roza la bajeza. Nome cabe duda de que Santos Juliá sí ha leído las recientes aportaciones de los neurofisiólogos sobre la corteza límbica del hipocampo y su papel en el hacerse y deshacerse de la memoria. Lo que hace que la postura del historiador me extrañe más. ¡Qué razón tenía La Codorniz titulando una de sus brillantes secciones Hasta el sol tiene manchas! En los viejos tiempos del divertido semanario, nuestro hombre hubiera sido condenado por su delito a pasarse una quincena en la Cárcel de Papel.
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