El Dr. Francisco Javier Laso llegó a Salamanca siguiendo la estela de Don Sisinio de Castro. Jefe de Medicina Interna del hospital hasta su reciente jubilación y catedrático emérito de la USAL, coordina desde el Colegio Médico el Observatorio sobre Alcohol y Alcoholismo, un campo al que ha dedicado gran parte de su trayectoria asistencial e investigadora
Está convencido de que si uno se siente anciano es por culpa de la “inercia” y “de la pérdida del interés intelectual”, así que siempre tuvo claro que para él la jubilación no significaría ‘parar’, sino “reinventarse”. Ya al inicio de la charla avisa: “Terminé la carrera en 1971, así que antes de llegar a Salamanca me ocurrieron cosas también muy interesantes…”. A quien las conoce no le cabe duda. Borbotones de vida que aquí regala; de Medicina, claro, pero no solo. Ni mucho menos.
Inició su etapa de jubilación el pasado 30 de septiembre. ¿Fue un momento de disgusto o de liberación?
De disgusto y de gran dilema. Me preguntaba qué me iba a inventar, porque yo quería reinventarme. Mi intención era no parar en absoluto. Al menos en algunas cosas. Respecto al hospital, no tenía intención de hacer ninguna reinvención, aunque ha sido una faceta importantísima que ha ocupado 40 años de mi vida en esta ciudad. La ancianidad viene mucho de la inercia y de la pérdida del interés intelectual. Yo respeto todo tipo de jubilación y de gustos, pero a mí no me impide seguir leyendo, seguir tocando el piano, pasear…
¿Y cómo se las ha arreglado para “reinventarse”?
Ser nombrado catedrático emérito de la USAL me ha dado la vida, porque me permite conservar una parte docente, además de hacer otras cosas. Justo el año pasado la figura de emérito se modificó. Aquello costó, porque dentro del propio ámbito universitario los eméritos se ven como esos vejestorios que se van a casa. Y a mí aspirar a emérito me daba un poco de miedo, porque es como si a uno le examinaran otra vez al final de su vida profesional. A mí, que fui secretario general de la Universidad durante siete años, me salió ‘callo’ de escribir y de ver cómo personas muy ilustres no fueron nombradas eméritas por falta de apoyos en las votaciones del departamento. En mi caso, conocí el nombramiento dos o tres días antes de mi jubilación.
¿No echa de menos el hospital?
En la Facultad de Medicina existe un problema importantísimo de falta de recambio, algo que en el ámbito de la asistencia sanitaria ocurre sobre todo en Atención Primaria, donde están retrasando las jubilaciones. En cambio, en la Medicina de hospital hay cantera en la mayoría de las especialidades. Y si soy sincero, la jubilación en ese sentido me ha supuesto una tranquilidad absoluta; no lo añoro excesivamente, porque yo soy fundamentalmente médico, y toda la actividad organizativa que supone dirigir un servicio te hace perder un poco esa perspectiva.
Medicina Interna ha sido un servicio bicéfalo o tricéfalo. ¿Cómo se lleva eso de que varias ‘cabezas’ dirijan una misma especialidad?
Yo creo que incluso llegó a ser ‘cuadricéfalo’, cuando estaba organizado en la quinta planta, la sexta –ambas del Clínico–, el Virgen de la Vega y Los Montalvos. Ahora eso ha ido ‘encogiendo’ y hay un jefe para todo. Desde el punto de vista organizativo, se lleva mal, pero en esto siempre influye la relación personal, y en este caso siempre fue muy fluida, no solamente entre los jefes; es importante formar asociaciones de trabajo pensando en las personas, y yo creo que al final se consiguió un buen ambiente. Después existía también un problema de distancia entre los diferentes servicios, otro factor perturbador. En este sentido, yo aposté por que Medicina Interna no tuviera una distribución geográfica diferente.
¿Cuál fue el origen de esa diferenciación de jefaturas?
En los hospitales universitarios, antiguamente tenían que ver con las cátedras, y el número dependía de los catedráticos que hubiera. Por ejemplo, en Medicina Interna había una Cátedra de Patología Médica y otra de Patología General, que era la nuestra, y es donde estaba Don Sisinio de Castro, que tuvo una gran trascendencia en mi vida. Entonces el Virgen de la Vega era un hospital de la Seguridad Social, y el Clínico todavía era de la Universidad. De hecho, mi contrato lo firmó el rector Julio Rodríguez Villanueva en 1978, con anécdota incluida. Finalmente, tras la jubilación del Prof. Ángel Sánchez, se fusionaron los Servicios del Clínico y Virgen Vega, y entonces fui el único responsable del Servicio de Medicina Interna, con la ayuda del Dr. Aurelio Fuertes, que también se acaba de jubilar.
Nació en Santoña el 17 de mayo de 1948, pero a los 7 años la familia se marchó a Manresa, donde su padre trabajaba como maestro de escuela. Su madre, pianista, tuvo mucho que ver con lo que ha sido y es Javier Laso, un médico que ha ejercido “con corazón”, como también de las entrañas le brota su arraigada vena musical. Convencido de que “muchas cosas en la vida se entienden por algún motivo anterior”, por una especie de “guía” invisible y hasta algo ‘mágica’, el currículum profesional y personal de este reconocido especialista en Medicina Interna está construido a través de pedazos imborrables de los mil lugares que han marcado su trayectoria. Como Massanet de la Selva, un pequeño y boscoso pueblo catalán en el que su mujer, Nuri, “esperaba” para conocerle, y donde conoció a Ricard Deulofeu, un médico eminente ‘desterrado’ “por rojo” a Vidreres. Con él aprendió de Medicina “todo lo que no había aprendido en la facultad”, y gracias a él acabó en Suiza, donde otro nombre clave en su historia, Antonio Celada, le muestra un libro de Patología General cuyo autor le impresionó hasta el punto de decir: “Me quiero ir con este señor”. Ese señor era “Don Sisinio de Castro, y estaba en Salamanca”. Como la Soria de sus abuelos maternos, donde conoció al filósofo Julián Marías y a su hijo, Javier, así como al historiador Gaya Nuño, siempre ‘enfrascados’ en las tertulias que organizaban las tardes de verano en La Dehesa. Allí también vivió el culmen de su fascinación por los trenes cuando participó como extra en la película ‘Doctor Zhivago’. “Allí estaba yo en la estación, disfrazado de ruso en invierno”, recuerda. Los trenes de entonces, “con aquel olor a carbonilla”, eran para Javier Laso “la única forma de hacer volar la imaginación”. Nunca ha dejado de hacerlo.
Si le parece, empecemos por el principio. ¿Por qué decidió ser médico?
Cuando me preguntaban qué quería ser, yo contestaba que ingeniero. Pero es increíble lo que te puede cambiar la vida en un día. Vivíamos en Manresa, donde mi padre trabajaba como maestro de escuela, y viví un acontecimiento familiar terrible: mi madre falleció cuando yo tenía 16 años, justo antes de decidir sobre mi futuro, entre sexto curso y el PREU de aquellos tiempos… Falleció por un error médico, tras una intervención que se realizó en condiciones que no eran las actuales y que desembocó en un problema postoperatorio inmediato quizás no lo suficientemente vigilado. No sé por qué elegí Medicina, pero desde ese momento, en mi vida siempre ha habido cosas que no he entendido mucho, y yo no creo en las coincidencias… Algo debió pasar. Tenía algunos amigos cuyos padres habían sido médicos, y uno de ellos me dijo: “Vente un día al hospital de Manresa”. Por aquello de “si te gusta la Medicina, mira a ver si la soportas; y soportarla era ir a un quirófano.
¿Y la soportó?
A mí la sangre no me impresionaba nada, lo que me impresionaba era el olor a éter que había entonces, el olor de la anestesia. Todavía estoy viendo la primera vez que entré en un quirófano: era por la tarde, una operación de apendicitis. Recuerdo incluso el olor que salía del bisturí eléctrico, como a ‘carne quemada’. Me dije: “Si voy por aquí, mal, porque esto a mí no me gusta”. Mi padre vivía en Manresa, y con muy buen tino, buscó un sitio donde yo pudiese estudiar a gusto. Así, inicié la carrera en la Facultad de Medicina de Barcelona, y durante los 6 años de la misma viví en el Colegio Mayor del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, becado por la Fundación Cambó; allí había un ambiente especial, donde se cultivaba el humanismo, y yo me ocupaba de la música.
Un aspecto imprescindible en su vida…
Fue mi madre la que me transmitió esa faceta musical, lo mismo que yo después se la transmití a mi hijo. Toco el piano, pero no fui al Conservatorio; lo que tenía era una ‘oreja’ bastante privilegiada. Mucha gente no conoce esta faceta, y cuando se celebró el aniversario del hospital fue una sorpresa vernos al Dr. Guillermo Luna y a mí en el Palacio de Congresos, él cantando ‘Ne me quitte pas’ y yo con la adaptación jazzística posterior. Siendo estudiante, en el Colegio Mayor organizaba sesiones de música a las que llegué a llevar al famoso director Antoni Ros-Marbà a dirigir sobre el papel, con el disco puesto, la Quinta Sinfonía de Beethoven. Los colegiales teníamos muy desarrollada esa parte humanística, esa creatividad; teníamos un director que no era médico, el catedrático Francisco Marsá, un lingüista de primera línea que comía y vivía en el Colegio Mayor, donde se hablaba de todo, desde el estructuralismo hasta lo que pasaba cada día. Eran los años 1966-68, muy complicados, cuando se produjo ‘La Caputxinada’, cuando los famosos ‘grises’ daban leña… Te decían: “A la facultad no vayas, porque va a haber follón”.
A pesar de eso, ¿recuerda esos años con afecto?
¡Los recuerdo con un cariño enorme! Hacíamos nuestras escapadas musicales a locales de Barcelona, como ‘El Nido de Arte’, que estaba en la plaza de Cataluña, donde había un pianista de jazz, y yo también improvisaba al piano. Allí tocaba también Jaime de Mora y Aragón, el hermano de Fabiola, casada con el rey Balduino de Bélgica. Era un aristócrata bohemio, la ‘oveja negra’ de la familia. Cuando yo me ponía también a tocar, Jaime de Mora me decía: “Oye, enséñamela”. Y le fue tan bien con mis temas, que cuando luego empezó a tocar en un programa de Televisión Española, alguna vez yo decía: “¡Pero si esa se la enseñé yo el otro día!”.
Curiosas anécdotas musicales…
¡Hubo muchas! Cuando estaba en Manresa, había un programa de radio de aquellos con público, llamado ‘Aula de recreo’ en los que la gente iba a cantar, a tocar la guitarra… Un día, el locutor, que después fue una persona muy conocida, preguntó: “¿Hay aquí alguien que cante?”. Me levanté y dije: “Yo no canto, pero toco el piano”, y así lo hice. Se formó un follón. Vino el director de Radio Manresa, porque le estaban acusando de que aquello estaba preparado para idear un lanzamiento como el de Marisol o el de Rocío Dúrcal. Al final, fui auxiliar de la Cátedra de Piano del programa, donde tenía ‘Los tres minutos de Javier Laso’ (risas). Pero claro, yo tenía 14 o 15 años, y hasta recibía cartas de admiradoras, y mi padre, que en ese sentido era muy rígido, porque quería que yo estudiara y tenía miedo de la ‘vida de músico’, decía: “¿Esto qué es? No me fío ni un pelo…”. Pero yo le contesté: “Que no, papá, que yo sacaré matrículas”. Y sacaba matrículas.
“A mí la sangre no me impresionaba nada, lo que me impresionaba era el olor a éter, el olor de la anestesia
Temía que fuera músico…
Mi padre también tocaba el violín, aunque nunca supe muy bien por qué. Mi madre sí, porque aunque mi abuelo era encuadernador –el único encuadernador de Soria–, también era violinista. A los 5 años, cuando vivíamos en Santoña, tocaba el piano con mis padres, que tenían un pequeño grupito. Allí había nacido Carrero Blanco, el más influyente del régimen, y permitió el juego en Santoña, donde había un casino al que acudían los almirantes y demás. En ese sitio, que estaba al lado de la playa de Berria, también había música; mis padres tocaban allí para poder llevarse unas pesetillas más, y yo tocaba con ellos.
Volviendo a la Medicina, ¿por qué se decantó por la Medicina Interna?
Al principio pensé que quería hacer Pediatría, una especialidad en la que resalté bastante, y en quinto curso fui interno por oposición. Pero lo pasé muy mal, porque veía a niños enfermos y todo lo que sufrían las madres, y me dije que por ahí no tenía muchas ganas de seguir. La decisión de Medicina Interna fue posterior, durante mi estancia en Suiza.
¿Cuál fue su primer destino como médico?
Por aquel entonces no había MIR, y cuando acabé la carrera lo que quería era coger la maleta. Algunos compañeros del Colegio Mayor se iban colocando, y ese primer verano hice unas guardias nada regladas en Barcelona, en las que tenías que ir donde te llamaban. Uno de mis amigos, mi más íntimo amigo desde entonces, Joan Llauró, trabajaba como médico rural en un pueblecito cercano Gerona, en la zona de la Garrotxa y La Selva, y me dijo que le sustituyera durante su mes de vacaciones. Con 23 añitos recién cumplidos, me vi de médico rural. Entonces supe que lo aprendido en la facultad no me servía de mucho. Pero allí tuve un éxito de mucha repercusión. Una noche me llaman y veo a un chico lleno de manchas por todo el cuerpo, febril, en un estado casi de coma, aunque en aquel momento ni se planteaba llevarlo al hospital. Los familiares me decían en catalán: “¡La llagasta, la llagasta!”. Yo no sabía qué era la ‘llagasta’, pero vi que en la zona de la nalga tenía una úlcera, y recordé un libro de estudio en el que había una imagen en un codo que se parecía a aquella. Resultó que la ‘llagasta’ es la ‘garrapata’, y aquello era una fiebre botonosa mediterránea, una enfermedad poco diagnosticada entonces.
¿Qué supuso para usted ese éxito diagnóstico?
Cuando mi amigo volvió de vacaciones, se había enterado de todo. Como yo me había quedado con ganas de seguir, me dijo que fuera a ver a su padre, que trabajaba en Gerona, en Sanidad. Cuando subíamos por las escaleras, nos cruzamos con un médico que bajaba: “Mira, este médico se acaba de ir de Massanet de la Selva”. Es un pueblecito que está en una zona de bosque preciosa. Y allí fui. Lo que iba a ser un tiempo corto se convirtió en un año y medio, allí conocí a mi mujer y allí se sitúa, además, un punto clave de mi vida. Al lado de Massanet hay un pueblo que se llama Vidreres, donde ejercía el Dr. Ricard Deulofeu, una persona con una cabeza privilegiada. Era una eminencia, pero había sido represaliado porque era republicano, y lo habían ‘desterrado’. Venía de la Escuela de Hematología Farreras Valentí, uno de los grandes maestros, que fue impulsada por el Dr. Pedro Pons. En el pueblo, el Dr. Deulofeu hasta tenía su pequeño laboratorio. Todo lo que no había aprendido en la facultad, lo aprendí en un año y medio allí.
¿Por historias como ésta no cree en las casualidades?
Claro, algo tiene que haber, porque siempre me ha ocurrido. Un día, el doctor Deulofeu me dijo: “Javier, yo creo que tú tienes ganas de hacer cosas”, y yo le contesté: “Sí, pero es que no tengo camino”. Y ahí viene lo bueno. Aun estando en Vidreres, él mantenía relaciones con la Medicina de primer nivel en Suiza. “Podemos mirar, a ver si te decides y te aceptan”, me dijo. Dicho y hecho. Había llegado a Massanet en 1971, y en mayo de 1973 me fui al Hospital Cantonal de Friburgo como médico asistente en el Servicio de Medicina Interna. Allí me casé, nació mi hijo y, como quería más, me marché a Ginebra, siempre en Medicina Interna. En 1977 volví a Friburgo, ya como jefe clínico. Las encrucijadas de mi vida también me trajeron a Salamanca, porque en Ginebra hubo otro nombre importante en mi trayectoria, el Dr. Antonio Celada, catedrático de Inmunología. Él y yo éramos los dos únicos españoles en el Hospital Cantonal de Ginebra. Un día me preguntó: “¿Tú quieres volver a España?”. Yo le contesté: “Yo qué sé”. Mi hijo tenía meses, y yo no tenía un plan, lo único que tenía eran unas ganas enormes de empaparme de todo. Y en eso mi mujer me ayudó absolutamente, porque siempre estaba donde yo estuviese y apoyaba mis decisiones.
No me diga que también fue el destino el que le trajo a Salamanca…
(Risas) Vengo a Salamanca porque Antonio Celada me enseña un libro de Patología General que yo no conocía y, al leerlo, yo dije: “Me quiero ir con este señor”. Ese señor se llamaba Don Sisinio de Castro. ¿Y dónde estaba? En Salamanca. Pues a Salamanca. A los seis meses sacaron aquí una plaza y la conseguí. Los suizos, descontentos, porque me habían nombrado jefe clínico y ahora me iba. Como estaba acabando mi tesis, allí la leí un mes antes del viaje a Salamanca, donde llegué en marzo a tomar posesión. Hicimos el traslado con el coche lleno de todo tipo de cachivaches, incluida la televisión en color, y cuando llegué, no me querían dar la plaza. Por lo visto tenía que haberme incorporado el diciembre anterior, pero yo desconocía ese plazo. Al final Don Sisinio de Castro habló con el rector de la Universidad, a la que pertenecía el Clínico, y firmó mi contrato de médico adjunto. El hospital era prácticamente nuevo, tenía tres años.
“Delante de un paciente no se puede estar todo el rato con el bolígrafo, apuntando y sin mirarle”
Además de continuar con su faceta docente como profesor emérito, sigue trabajando en varios libros…
‘Diagnóstico diferencial en Medicina Interna’ es un libro que ya va por la cuarta edición. El proyecto empezó hace 20 años, y a él se han ido incorporando otros colegas, como Miguel Marcos, Aurelio Fuertes, Guillermo Luna, Antonio Javier Chamorro, Moncef Belhassen, José Ignacio Madruga… ‘Introducción a la Medicina Clínica. Fisiopatología y Semiología’ es un libro de texto habitual en todas las facultades de Medicina, un poco la continuación de aquel de Sisinio de Castro que me trajo a Salamanca. Lleva tres ediciones y estoy trabajando en la cuarta, que espero acabar ahora.
¿A qué se debe que haya dedicado buena parte de su labor asistencial e investigadora al alcohol y al alcoholismo?
También tiene que ver un poco con mi estancia en Suiza. Antonio Celada tenía una línea de investigación sobre alcohol e inmunología, y me dio por ahí. Además, del alcohol se ocupan muy pocos médicos, como sucede con el VIH. Los grandes ‘popes’ que hay actualmente en el mundo en el campo de las enfermedades infecciosas son los residentes de entonces, porque muchos jefes no querían ocuparse de eso. Con el alcohol sucedía igual. Ya en el hospital de Salamanca, y gracias a las buenas relaciones, que son las que mueven los proyectos y las ideas, un día le dije al Dr. Ávila, psiquiatra: “José Juan, ¿por qué no hacemos una consulta mixta de Alcoholismo? Tú ves a los pacientes en la Unidad de Tratamiento del Alcoholismo y yo veo en Medicina Interna a los que tú consideres oportuno mandar, y al contrario”. El de Salamanca fue el primer hospital de España en el que se hizo una Unidad de Alcoholismo en un servicio de Medicina Interna, en colaboración con Psiquiatría.
¿Cómo ha evolucionado el reconocidísimo Grupo de Trabajo de Alcohol y Alcoholismo de la SEMI, que usted impulsó y todavía coordina?
El grupo se creó en el año 2008. Al principio éramos 20, y ahora somos unos 200. En ese momento no se entendía qué tenía que ver el alcohol con la Medicina Interna. Como ya se sabe actualmente, el alcohol produce más de 200 enfermedades; yo no las he contado nunca, pero estoy seguro de que son bastantes más. Además de eso, se trata de pacientes muy peculiares que exigen una importante labor personal. Como digo a los jóvenes, la relación médico-paciente es la clave de todo, es donde empieza todo. Delante de un paciente, no se puede estar todo el rato con el bolígrafo, apuntando y sin mirarle. “Habla y deja hablar”, les digo. Como decía Jiménez Díaz, “auscultación y escuchación”. A los alcohólicos que veíamos nosotros les tocábamos la tripa, les auscultábamos, les tratábamos como a un enfermo, algo muy importante también de cara a la familia, porque el alcoholismo es una enfermedad, no un vicio ni una mala pasada que nos ha jugado la vida con este padre crápula. Es una enfermedad con muchos grados, y a veces un consumo inicialmente pequeño te fastidia posteriormente la vida.
¿Qué vieron cuando empezaron a establecer ese tipo de relación con estos pacientes?
Vimos que los enfermos se interesaban más por su enfermedad, porque no iban a un sitio con un cartel donde ponía: “Unidad de Alcoholismo-Psiquiatría”. Conseguíamos retener a los enfermos,porque ocurre que muchos enfermos con adicciones a sustancias se ‘pierden’. Además, vimos que los pacientes que continuaban en tratamiento persistían en su abstinencia mucho más tiempo. A la gente se le puede explicar todo de forma que lo entienda; en el caso del alcoholismo, eso motiva, porque se hacen cómplices, y yo creo en la complicidad entre médico y enfermo, aunque es cierto que exige un esfuerzo personal.
Con tanta tecnificación de la Medicina, ¿no se está perdiendo un poco esa relación médico-paciente que usted defiende?
Vuelvo a lo de antes, a un mensaje a los jóvenes que ya he predicado en varios sitios: “No perdáis el espíritu de lo que algunos llaman humanismo, que empieza con algo tan sencillo como: ‘Buenos días, soy el doctor Tal”. Muchos médicos no se presentan ni con su nombre, cuando hay una frase que no cambia y no cambiará nunca: “El primer acto terapéutico es el saludo”. Cuando vas al médico, en ese primer contacto lo importante es que el médico cumpla con eso que se llama “profesionalidad” o “profesionalismo”, tenga el día bueno o el día malo. Igual que quien tiene que salir en un espectáculo a cantar, aunque su padre haya muerto.
“La consulta de Alcoholismo es una de las más intensas que hay; a los residentes no suele gustarles mucho”
¿Qué suponía para usted saber que un paciente mejoraba su salud y su vida tras superar el alcoholismo?
A veces los médicos somos muy egoístas cuando, al recibir a un paciente difícil o complejo, decimos que tenemos “un caso muy bonito”, refiriéndonos a que se trata de un caso que puede formar parte de tu currículum investigador. Hombre, bonito será para ti, porque para el enfermo no será nada bonito… Desde el punto de vista humano, no solamente satisface como médico verle a él. A mí siempre me ha impresionado una imagen, la de ese enfermo alcohólico de 50 años que llega con su madre de 70 u 80, porque ya no queda nadie más en la familia y la madre es la única que aguanta. Y aun así le dice a su madre que se calle cuando ella quiere hablar. La consulta de Alcoholismo es una de las más intensas que hay, y a los residentes no suele gustarles mucho. Si uno no hace bien su interrogatorio y no parte de datos claros, si no está escuchando más que hablando, si no está realizando un proceso de elaboración diagnóstica a medida que le van hablando… A veces el enfermo no te pone las cosas fáciles, y tú tienes que darle vueltas y más vueltas, porque si das por bueno lo primero, te puedes meter en un callejón que, al final, no te lleva a ningún sitio.
Más de 200 enfermedades asociadas al alcohol y, a pesar de eso, sigue existiendo una elevada e incomprensible tolerancia social hacia su consumo. ¿Qué nos pasa?
Que no ha calado todavía el concepto de consumo de riesgo, que cada vez es más estricto. Se había creado una comisión del Ministerio –que no sé cuánto va a durar– en la que se iban a redefinir los límites de consumo de riesgo, eso de las cuatro unidades de bebida en el hombre y dos en la mujer. Porque esto es muy relativo, y quizás hay que irse al mensaje de que prácticamente todo consumo de alcohol tiene riesgo. Yo tampoco le quitaría a una persona mayor una copita de vino si la bebe, pero aconsejarla como saludable para el corazón a alguien que no es bebedor es animar a empezar sin saber hasta dónde va a llegar. Los efectos del alcoholismo actúan como una ruleta rusa, porque existe una gran variabilidad genética que hace que unos los sufran y otros no. ¿Todos los consumidores sufren hepatopatía alcohólica? No, un 30%. El resto quizás padecerá otras cosas.
Ha advertido mucho sobre los peligros del llamado “consumo en atracón”, el más extendido entre los jóvenes…
Sí, porque es el más neurotóxico de todos y el que hace que un joven tenga una adicción precoz. Un estudio realizado en la Facultad de Medicina refleja que existe un 40% de consumo de riesgo entre los estudiantes y que un 10% de los futuros médicos ya tienen que beber por la mañana. Eso se llama dependencia. Según los datos oficiales, el inicio del consumo se produce entre los 12 y los 13 años, pero lo cierto es que no hay encuestas que nos indiquen cuál es la realidad por debajo de 14 años ni por encima de 65. Y yo te digo que he visto alcohólicos que, cuando les pregunto cuándo empezaron a beber, me dicen: “En mi Comunión”.
¿Por qué ha sido necesario que el Colegio de Médicos impulse un Observatorio sobre Alcohol y Alcoholismo en los Jóvenes? ¿Qué falta por hacer desde las instituciones?
Antes que preguntar “por qué”, yo prefiero decir: “Afortunadamente”. La idea ha surgido directamente del presidente, que me lo propuso antes de una charla con estudiantes, y yo le agradezco su confianza ¿Cómo se le ocurrió? No se lo he preguntado, pero lo cierto es que es el primero de toda España. Respecto a las instituciones, debo decir que en la propia clase médica tampoco ha existido una gran sensibilización hasta el momento. El alcoholismo no está muy presente en la formación pregrado, y hasta hace poco las fiestas de Medicina han sido monumentales, y se hacían en el sótano de la propia facultad… La verdad es que se trata de una cuestión educativa y cultural que lleva mucho tiempo. Yo siempre insisto en que a cualquier joven que llegue a la consulta se le pregunte por el consumo, sea o no aparentemente pertinente. Porque existe un círculo vicioso tremendo: la población se cree que es indemne y bastantes médicos tampoco perciben mucho el riesgo por la cantidad que socialmente se bebe.
Hace unos años la Medicina Interna pareció estar de ‘capa caída’ en cuanto a la elección de los médicos jóvenes para su formación MIR. ¿Diría que la especialidad ha logrado resultar atractiva?
Creo que nos dejamos comer mucho el terreno. El cuerpo humano funciona con coordinación: el riñón tiene que ver con el corazón, el corazón tiene que ver con el pulmón… Y no puedes hacer que un árbol no te deje ver todo el bosque. Los internistas, y en eso la crisis también ha ayudado, aportan ‘rentabilidad’ a la hora de tener una visión global del paciente. El lema de la Sociedad Española de Medicina Interna es precisamente ese: “La visión global del enfermo”. El paciente no viene con una etiqueta; llega con tos, pero esa tos puede venir de aquí y de allá, y debes interrogar bien, relacionándote bien con él. Si no, te pierdes, y entonces empieza su odisea, lo que se llama el síndrome de Ulises.
¿Ha sentido alguna vez que la Medicina Interna ha sido poco valorada como especialidad en el hospital?
Sí, claro, nos ha costado bastante hacernos valer. Pero siempre se ha hecho mucho. No me gusta que haya disciplinas ‘estrella’, porque en Medicina hay que ser muy humildes, otra cosa que también me gusta transmitir a los alumnos: “Si os ponéis en plan chulo, os vais a dar unas leches tremendas”. En Medicina hay que ser muy humilde y muy autocritico, y siempre hay que dudar de todo, lo cual no quiere decir que uno no tenga seguridad en sí mismo. Parece un contrasentido, en el fondo no lo es.
¿Qué opina sobre el papel de los colegios médicos?
Personalmente, creo que en un momento dado los colegios se encerraron demasiado en sí mismos. Luego han ido incorporándose presidentes y grupos de trabajo que han ido entendiendo que se había producido una desconexión entre lo que era el colegio y la propia clase médica.
“Hay médicos que siguen siendo “el señor médico” y otros a los que nos gusta bajarnos del pedestal”
¿Cree que esa desconexión ha existido también con respecto a la sociedad?
Durante mucho tiempo, para la sociedad los médicos hemos sido siempre una especie de ‘señoritos’, y eso quizás ha contribuido a abonar esa desconexión. Los colegios deben hacer mucho más accesible a la sociedad la figura del médico. Pero es cierto que los hay de todo tipo: hay médicos que siguen siendo “el señor médico” y otros a los que nos gusta bajarnos del pedestal y estar ahí.
¿Las nuevas generaciones de médicos están contribuyendo a cambiar esa idea que existe sobre la clase médica?
Sí, pero no sé si para bien. Se dice: “Menos mal que vienen las generaciones nuevas a traer un concepto más moderno”. Pero esa modernidad a veces lleva a cosas trampa. Cuando yo llegué a Salamanca, un TAC se hacía en Pamplona y un paciente con ictus también iba a Pamplona en ambulancia y volvía después. Llegó el primer escáner, después el segundo, la resonancia… y luego el PET TAC. Y cada adelanto que hay, más atrae al médico. Existe algo que se llama el “fetichismo tecnológico”, y eso a veces no crea más que imbecilidad. Alimenta el concepto de “enfermo transparente”: yo miro a través de un aparato y veo dentro. ¿Y lo otro? Hablar con él, escribir después… En fin, lo que ya he comentado antes sobre la relación médico-paciente. Yo soy de los opuestos a que el médico esté escribiendo en el ordenador al mismo tiempo que está hablando. No, coge el bolígrafo y después pasas la historia clínica. Aunque es verdad que no hay tiempo y existe mucha presión… Y luego está la ‘alfabetización’ en salud del paciente. Las nuevas tecnologías han hecho que el paciente vaya al médico informado, muchas veces con información basura. Y como en la Medicina puede pasar de todo, si no le haces un escáner igual dentro de unos meses te has arrepentido, porque, de hecho, él te lo pidió, aunque no hubiera ninguna pista que te hiciese pensar… ¿Por qué lo pidió el enfermo? Porque se lo contó la vecina, a la que le pasó algo parecido.
Un equilibrio difícil… Muy difícil.
Toda la información debería ir direccionalmente del médico al paciente, a educarle… Pero a veces los propios médicos tenemos un sentimiento como de pose, de fachada, que en ocasiones contribuye a relaciones ‘tormentosas’ por las dos vías. Decía un médico que ganó el Premio Nobel de la Paz, Bernard Lown, inventor del desfibrilador, que a veces la sangre llega al laboratorio antes de que saludemos al paciente.
¿Qué ‘pata’ de la Medicina le ha dado más satisfacciones: la asistencial, la docente o la investigadora?
Están tan unidas unas con otras… Yo soy médico ante todo, pero me ha gustado mucho la faceta de profesor. Yo creo que si eres un buen médico, puedes ser un buen profesor; si eres un mal médico, lo puedes poner muy bonito en un ‘Power Point’ y puedes explicarlo con una gran solvencia, pero al final no estás contando la verdad, sino lo que has leído. Yo me vacío en clase, disfruto y trato de hacerles pasar del sustrato a la foto que van a ver después en su día a día. Siempre les digo: “Los enfermos están por la calle. Cuando os cuento por qué a un hemipléjico se le pone la mano o la pierna de determinada forma, es porque yo los he visto y quiero que vosotros podáis empezar a verlos, hasta por la calle”. Si a ti te ha gustado la asistencia, en la docencia transmites algo más real y más atractivo.
¿Diría que ha sido un buen médico?
No voy a entrar en ese juego de palabras de “médico bueno-buen médico”, que ya está muy usado. He ejercido la medicina con mucho corazón, eso sí es verdad. Me he alegrado mucho cuando el enfermo se ha puesto bueno y me he disgustado muy seriamente cuando no ha sido así. Y llega un momento en el que las emociones te ‘cogen’ por todas partes: a los 50 años, el joven te recuerda a tu hijo, y al que no es tan joven lo identificas contigo mismo.
¿Guarda alguna ‘espina clavada’ de sus años de ejercicio profesional?
Espina no. Hombre, uno tiene recuerdos de casos que no se olvidan… Pero la verdad es que no tengo en mente ningún proyecto que me hubiera gustado hacer y haya dejado pendiente. Además, sigo pensando que las cosas suceden porque hay ‘algo más’. Desde el punto de vista religioso, soy creyente, aunque no practicante, porque muchas veces no entiendo los ritos y creo que la Iglesia ha ido cayendo en la inercia y no se ha reciclado. Pero tengo una vida espiritual bastante intensa, y eso me ayuda mucho, porque a veces tengo la sensación de que existe algo que nos ‘guía’. Así lo he visto yo en esas encrucijadas que han determinado mi vida.
Un libro. El último que me ha marcado es ‘El cuaderno gris’, de Josep Pla. Hay otro que es ‘El ruido eterno’, de Alex Ross, que narra lo sucedido en el siglo XX a través de la música.
Un disco o canción. ‘Las Variaciones Goldberg’ por
Glenn Gould. Y no me gusta la ópera en absoluto. Me produce una gran sensación de agobio, no me entero de nada y las historias me parecen rocambolescas.
Una película. No tengo duda, ‘Plácido’. Se rodó en
Manresa, y para mí es la película berlanguiana por
excelencia. Me la sé de memoria, igual que mis hijos.
Un plato. Me gusta la carne cruda. No sé si es muy
elegante, pero me gusta mucho, no puedo remediarlo. Un chuletón minimamente hecho, un ‘steak tartar’…
Un defecto. No sé cuál elegir… Tengo muy poca
autoestima, y eso me lleva a querer superarme siempre, a un plus de esfuerzo conmigo mismo.
Una virtud. La perseverancia y la tenacidad. Y creo que tengo capacidad de resiliencia.
Una cualidad de los amigos. La lealtad y la
disponibilidad, esa sensación de que nos hemos visto ayer, aunque haga 20 años que no lo hagamos.
Un defecto que detestaría en los ‘enemigos’.
Quizás lo que más me afectaría sería una decepción con alguien en quien confías.
Una religión. Soy creyente, y tengo un punto espiritual que a veces puede parecer incluso algo ‘mágico’.
Un chiste. No me gustan los chistes. De pequeño
siempre contaba uno malísimo que ni yo mismo entendía: “Prohibido fijar carteles”. ¡Pero si hay que fijarse!
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