“¿Dónde demonios he dejado las llaves?” Despistes

Por Germán Payo Losa

Director de Educahumor

“¿Hay que preocuparse por los olvidos? Si logran complicar excesivamente la vida, sí. Muchas personas con enfermedades neurodegenerativas dan señales tempranas de su enfermedad por los olvidos. Si no, pues aceptarlos con deportividad”

El día del Pilar cayó en lunes. Entré en mi primera clase y me dijeron que no tocaba inglés, que era martes, no lunes. Tras el recreo igual. Que es martes, no lunes. A última hora lo mismo. No tenía un día lúcido. Bullían en la cabeza la publicación de una revista y una excursión el domingo, con sus líos. A las cinco de la tarde, recibo una llamada del Centro de Profesores de Palencia, donde estaba dando un curso. “¿Dónde estás?”. “En casa”, respondo. “¿No tenías que estar en Palencia?”. “Pero el curso es el martes, y hoy es…”. El organizador me soltó una de las frases que me han quedado grabadas de por vida, tras mis disculpas. “Equivocarse es humano; perdonar es divino. Lo aplazamos”.

A partir de los 40 –o los 30, para algunos–, nuestro cerebro empieza a deteriorarse y los olvidos aparecen en algunas vidas más que en otras. Y hay muchos factores que contribuyen a los despistes. Absorberse demasiado en lo que estás haciendo es a veces peligroso.

Compartía piso. Me levanté el primero y olía a gas en la cocina. Un chico se había preparado un café, y volvió a estudiar a su habitación. El café había desbordado y apagado el gas. Si llego a tener catarro no estoy aquí escribiendo.

A veces la concentración total en algo hace que no te fijes en otras cosas, como el del ladrón que roba en una casa y en lo que regresan los dueños es detenido. Se había dejado su móvil cargando.

Un amigo entra en su edificio. Llega el ascensor. “Hombre, ¿sube otra vez? ¿Se le ha olvidado algo”, le dice el portero, con el que había subido antes. “Las llaves del coche”. “¿No serán esas que lleva en la mano?”. “No, no, éstas son otras”. Me dio tanta vergüenza confesar que eran esas las que estaba buscando que subí, por no admitirlo.

También sufrimos bloqueos. Sabemos el nombre o algún detalle de esa persona, pero no nos sale. Yo descubrí hace años que mi cabeza soluciona esos pequeños olvidos sin ayuda. “¿Cómo se dice esto en inglés?”, me preguntaban a veces en clase. “Lo sé, pero no me viene ahora. Espera cinco minutos.” Y era como si el cerebro estuviese cojo y fuese lentamente por los anaqueles de la memoria a consultarlo. Funcionaba. Ahora la gente saca el móvil y dispara la pregunta para tener al instante la respuesta.

En ocasiones recuerdas un hecho con claridad y lo cuentas como lo has vivido. En un grupo de amigos tenemos uno que llamamos disco duro. “No, no es como dices. Es así”. Nos reescribe la biografía a todos. Lo hace con tanta precisión y detalle que hemos llegado a la conclusión de fiarnos más de él que de nosotros mismos. Es como L. Díaz, el sociólogo de la radio que admitía tener “una prodigiosa memoria para recordar una infinidad de cosas inútiles”.

Y aquí enlazamos con la transitoriedad que es, por decirlo en lenguaje actual, la limpieza de datos inútiles. Es como si nuestro cerebro, que es limitado, decidiese eliminar conocimientos que no usamos más, como un idioma que no practicamos o casi todo lo aprendido de memoria en nuestra enseñanza. En este aspecto, yo soy bueno. Debo limpiar datos cada poco. Trabajé con un amigo de la infancia que me estaba preguntando siempre: “¿Pero no te acuerdas de este muchacho? Estuvo con nosotros hace diez años. Que sí, hombre, que era… –y lo describía–. Conocías a sus padres…”. “Que no, que no recuerdo”. “¿Cómo no te vas a acordar?”, insistía. Así, treinta años, tras los que me ha quedado un concepto de mí mismo glorioso.

Tenían fama los científicos y personas muy inteligentes de ser despistados. Mark Twain iba en tren. El revisor le pidió el billete. Y no lo encontraba por ningún lado. “Ya sé que es usted el autor de Tom Sawyer. No se moleste. Estoy seguro de que ha extraviado su billete”. “El problema es que si no lo encuentro no sé dónde debo que bajarme”, confesó.

Los olvidos del control del micrófono, que hacen que las personas digan opiniones personales a veces contrarias a lo que declaran en público o desahogos personales, nos ofrecen algunos de los momentos más interesantes y humanos de las noticias. La expresión “¡Manda huevos!” del presidente del Congreso tras una sesión caótica, que expresó sus sentimientos más sinceros, es la número uno en popularidad. Un presidente del Gobierno, sin apagar el micro, soltó el: “Mañana tengo el coñazo del desfile. En fin, un plan apasionante”. Otro presidente, tras un discurso en el Parlamento Europeo, se sinceraba: “Vaya coñazo que he soltado”. O un asesor que recomendaba a otro presidente “aprender ciertos postulados económicos en dos tardes”.

Cuando el micro interior se abre y a una ministra de Econo￾mía, quizá contagiada del nuevo lenguaje inclusivo, que avanza inexorablemente, se le escapa: “empresas y empresos”, con una pausa, en la que supongo que tuvo conciencia del disparate. (Leí: ¿Os habéis fijado en que nadie dice “contagiados y conta￾giadas”? Cuando llegan asuntos serios, la gilipollez desaparece).

¿Qué hacer entonces?. ¿Hay que preocuparse por los olvidos y despistes? Si logran complicar excesivamente la vida, sí. Muchas personas con enfermedades neurodegenerativas dan señales tempranas de su enfermedad por los olvidos. Pero si no, pues aceptarlos con deportividad.

Aceptarte y quererte como eres te abre un horizonte de vida más excitante que el de los demás. Porque esta pregunta que tan frecuentemente haces –“¿Dónde habré dejado la cartera? Si estaba encima de la mesa hace un minuto”–, y esa película de suspense que vives con frecuencia, esa emoción, la pierden los no despistados.

Reír más. Cuando busco algo con urgencia, me están esperando y cierran… sufro estrés y ansiedad. Hacer la búsqueda riendo alivia el ánimo. Sé que parece estúpido, pero por muy enfadado que estés, la cartera no va a aparecer antes. Y si te ríes, tu cuerpo genera serotonina y endorfinas que te relajan. Más tiempo, más risas. Eso sí, risa silenciosa, si no puede irritar a otros. Montarte tu absurdo monólogo interno en ese plan ayuda: “Pero mira que otra vez… He mirado cuatro veces… A ver si es que estoy bizco, o me han cambiado de casa…”.

Practicar la atención plena. Una de las maneras es la práctica de mindfulness (Mind, mente; full, plena); prestar tu completa consciencia a lo que estás haciendo y dejar lo demás a un lado ayuda a evitar los olvidos. Combinar la respiración consciente con la relajación facilita que se alivie el estrés y mejore la memoria. Tengo un amigo que hace la lista de la compra y la deja en casa a posta: para ejercitar la memoria.

Hay decisiones conscientes que ayudan. Las cuatro de la mañana. Suena el timbre de mi casa. Salgo. Mi vecina: “Tienes las llaves de casa en la puerta”. “Vaya, pues muchas gracias por avisar”. “Oye, ¡que es la tercera vez en este mes!”. “No te preocupes. No volverá a pasar”. Esto sucedió hace 20 años. No ha vuelto a ocurrir. Pasaba por un periodo de mucho estrés entonces, pero una orden a mi cerebro, en plan serio, cortó el despiste con la puerta. Puede aplicarse al gas, la puerta del frigo, las llaves del coche, las gafas, las pastillas que no recuerdas si has tomado…

Hacer ejercicios para estimular la memoria es saludable, pues nuestras neuronas tienen la capacidad de regenerarse y no envejecer, a pesar que el resto del cuerpo lo haga, si las estimulamos. Esto es la plasticidad neuronal que descubrió Rita L. Montalcini, por la que le dieron el Premio Nobel. Algo simple es recordar al final del día qué he hecho, tras la lectura del periódico enumerar lo que recuerde o aprender números de teléfono. Y si, a pesar de todo, ocurre un despiste, pues aceptar que “el que no tiene cabeza tiene que tener pies”.

Un hombre va al trabajo. Le llama su mujer:

—Te has llevado la chaqueta del fontanero, en lugar de la tuya.

— Bueno, se la llevo a mediodía.— No, que la necesita ahora. Además, si va sin ella, su mujer se pone buena.

—Llamo yo a su mujer y se lo explico.

— Me dice que ni se te ocurra, porque es peor.

Y cuando implican a tu pareja, la situación puede ser más curiosa, como en esta historia que recibí:

Después de algunas compras, salí del centro comercial y busqué las llaves de mi coche. No estaban en mi bolsillo. Una búsqueda rápida en las diversas tiendas por las que pasé, y tampoco estaban en esos lugares. De repente, me di cuenta de que tal vez las había dejado puestas en el coche. Con mi esposa había discutido muchas veces por eso. ¡El coche podría ser robado si se dejaban las llaves puestas! Corrí al parking y… ¡No estaba mi coche! Inmediatamente, llamé a la policía. Les di mi ubicación, descripción del auto, placa, dónde lo había estacionado, etc. También confesé que me había dejado las llaves en el coche y que había sido robado. Entonces hice la llamada más difícil de todas… a mi esposa.

—Amooor… (tartamudeé, siempre la llamo “amor” en momentos como este). Me dejé las llaves puestas en el coche … y me lo robaron.

Se hizo un gran silencio. Pensé que la llamada estaba distorsionada, pero luego escuché su voz. Ella gritó: “¡Te llevé yo y te dejé en el centro comercial!”. Ahora era mi momento de guardar silencio. Avergonzado y feliz también, dije: “¡Qué bueno! Enton￾ces ven a buscarme”. Gritó de nuevo: “¡No puedo! Lo haré tan pronto como convenza a la policía de que no robé el puñetero coche. Estoy detenida en la comisaría”.

Hacer ejercicio de olvidar es también recomendable: perdonar faenas y olvidar agravios, para no guardar rencores que nos envenenan, es más fácil para los olvidadizos. Y como decía Groucho Marx: “Jamás me olvido de una cara, pero en su caso, con mucho gusto, voy a hacer una excepción”.

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