Diario de un médico rural

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Las confesiones del doctor Sachs, de Michel Deville

Hace ahora cinco años se estrenaba en nuestro país Las confesiones del doctor Sachs, dirigida en 1999 por el veterano realizador francés Michel Deville y que tuvo escasa repercusión entre nosotros, a pesar de los numerosos premios que había cosechado. Una película que gira permanentemente en torno a la profesión médica, además de bucear en algunos aspectos esenciales de la existencia humana.

Las confesiones del doctor Sachs, producción enteramente francesa, cuenta con nombres famosos en el país vecino pero que en España no son demasiado conocidos. Dirige Michel Deville, realizador de setenta y cuatro años, con más de treinta películas en su haber, entre las que destacan Dossier 51(1978), que consiguió la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián, y La lectora (1988), candidata al Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Los protagonistas son aún menos célebres aquí. Recientemente se ha podido ver a Albert Dupontel, que encarna al doctor Bruno Sachs, desempeñando un papel muy secundario en Largo domingo de noviazgo (2004), de Jean-Pierre Jeunet, y en ese engendro «postmoderno» que fue Irreversible (2002), de Gaspar Noé. La primera actriz es Valérie Dréville –Pauline, pareja del médico– que aparecía en la poética Prénom Carmen (1983) del controvertido Jean-Luc Godard.

 “Desordenado e inestable, es incapaz de separar su trabajo de su vida sentimental”

La novela de Martin Winckler La malaire de Sachs sirve a Michel Deville, que firma asimismo el guion, junto a su esposa Rosalinde, para contar la historia de un médico rural –ambiente muy frecuentado últimamente por el cine francés, que se ha acercado también a él en la sorprendente Ser y tener (2002), de Nicolas Philibert, referida a los maestros de pueblo–, acostumbrado a escuchar a sus pacientes y convencido de que estos necesitan algo más que una receta. Bruno Sachs es un doctor cercano, aunque tan inexpresivo como el actor que lo interpreta, meticuloso y entregado en cuerpo y alma a su profesión: además de atender su consulta privada, escribe en una revista especializada y practica abortos en un hospital público, lo que permite conectar esta película con la última y magnífica de Mike Leigh, El secreto de Vera Drake. Sachs detesta la arrogancia de otros médicos y las distancias que mantienen con sus pacientes. Recuerda y tiene en cuenta sus propios errores, afanándose en no volver a cometerlos. Pero su vida fuera de la consulta es muy distinta. Desordenado e inestable, es incapaz de separar su trabajo de su vida sentimental. Los sufrimientos que comparte con los enfermos le impiden llevar una vida «sana». Traumatizado, emborrona folios y folios en los que relata sus vivencias, como exorcismo para ahuyentar sus fantasmas… Ha contraído «la enfermedad de Sachs», título original de la película y la novela –cuyo sentido se pierde en la injustificable traducción al castellano–y clave de toda la obra: el protagonista comenta con su compañera que las enfermedades llevan siempre el nombre de los doctores que las descubren, pero nunca el de los pacientes que las sufren, lo que demuestra la poca importancia que se da a estos últimos. Una idea sugerente, que encierra una alusión crítica a la profesión.

Pero quizá lo más interesante del relato sea la forma en que está desarrollado, mediante una narración a contrapelo de los modos convencionales de contar historias. Es difícil ver en las salas comerciales películas como Las confesiones del doctor Sachs, donde su autor se toma más de veinte minutos para describir la vida del protagonista, lo que luego nos permitirá saber con una sola mirada lo que está pensando, abriendo así de paren par el camino de la sugerencia, de lo implícito. Es difícil descubrir en esas salas repletas de altavoces un uso tan expresivo de la música (como «leit-motiv», asociado al estado de ánimo del doctor, se oye la inquietante pieza Éléments, de Jean-Féry Rebel). Y también es difícil contemplar en esas salas de enormes pantallas una cámara que sepa contar además de mostrar, alejada por completo de la histérica tendencia actual a abusar de lo smovimientos gratuitos, más propios de una montaña rusa. Tal vez por eso, obras como ésta quedan relegadas a las pequeñas salas, a las pantallas pequeñas y, por desgracia, a un público cada vez más reducido también.

 Las confesiones del doctor Sachs podrá gustar más o menos, pero su interés argumental y cinematográfico es indiscutible, ya que consigue unir brillantemente la peripecia de un médico atormentado con una serie de recursos de lenguaje muy eficaces: elipsis continuas, que permiten acumular las declaraciones de los pacientes de Bruno Sachs en apenas unos segundos sin dar sensación de atropello; movimientos de cámara pausados que unen sucesivas consultas, saltando en el tiempo sin hacerlo en el espacio; utilización de la voz en «off» de los pacientes, que van describiendo al doctor y transmiten la sensación de cercanía que el protagonista despierta en ellos; aprovechamiento escénico de la consulta y la sala de espera, columnas vertebrales del argumento; uso frecuente de prolongados planos-secuencia, y un hábil manejo de los límites del encuadre, sobre todo en lo que respecta a la historia de Bruno y Paulette, que es seguramente lo más atractivo del relato y lo dota de inusitada profundidad: al principio, la distancia entre ellos es abismal, y poco a poco se van acercando, hasta comenzar un romance. Michel Deville resuelve esta evolución a través de distintas formas de encuadrar: primero, ellos aparecen en la consulta uno a cada lado de la pantalla, enfrentados, para ir modificando después la posición de la cámara en las conversaciones siguientes, hasta obtener ángulos que muestran con claridad el paulatino acercamiento entre ambos.

Todo ello, dentro de una estructura rigurosamente clásica –con planteamiento, nudo y desenlace–, con detalles de guión como ese reloj que oye el médico cada vez que tiene alguna preocupación, y con escenas más o menos afortunadas que hacen que la narración avance, aunque con algunos problemas: muchos personajes secundarios quedan apenas esbozados, sin desarrollar, y hay pasajes que aportan poco o nada al fondo del asunto. Pero lo más admirable es, sin duda, el retrato que hace de la figura del médico, hundiendo el bisturí en los sentimientos de un hombre admirado y querido por sus pacientes, cuya frase lapidaria–«Ante cualquier enfermedad, siempre se puede hacer algo», por ejemplo, escuchar– resume la esencia de una película y de un personaje que inevitablemente tienen que resultar cercanos.

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