Traductor médico, Cabrerizos (Salamanca)
El auge del llamado managed care en los Estados Unidos ha estrechado el contacto entre las jergas comercial y médica. Una de sus consecuencias es la tendencia creciente a sustituir el término patient por client, consumer, care seeker o user, y el término doctor por el de health care provider. También en español se observa ya, por imitación, la misma tendencia a sustituir el término tradicional «paciente» por los recientemente tomados del inglés: cliente, consumidor o usuario.
El argumento aducido para justificar este cambio es que los términos tradicionales fomentan una relación de desigualdad entre un patient pasivo y sumiso (latín pati, ‘padecer, sufrir’) y un doctor sabio, autoritario y poderoso (latín docere, ‘enseñar’). En mi opinión, no obstante, los nuevos términos contribuyen, en la mayor parte de los casos, a potenciar el proceso de mercantilización y despersonalización de la medicina. Y, desde luego, no se están imponiendo con igual fuerza en los distintos sectores del ámbito sanitario.
No conozco estudios sobre la frecuencia relativa de uso de estos términos en español, pero las investigaciones realizadas en los países de habla inglesa ofrecen resultados bien claros y muy significativos. En Canadá, por ejemplo, Nair y cols. (Can Med Assoc J, 2000; 163: 13-14) llevaron a cabo una encuesta entre diversos profesionales sanitarios, con los siguientes resultados: el término patient fue el preferido por el 95 % de los médicos y por el 72 % de los enfermos encuestados, pero solo por el 57 % del personal de enfermería y por apenas un 15 % de los ergoterapeutas; en cuanto a los asistentes sociales, ninguno de ellos se mostró partidario de emplear el término patient (el 75% prefería client y el 25% restante, consumer).
En español, considero que sigue siendo mejor utilizar el término enfermo para referirnos a quien padece una enfermedad, y paciente para referirnos a quien espera o se halla bajo tratamiento o atención médica (obsérvese, por cierto, que el inglés no dispone de un sustantivo para ‘enfermo’, por lo que ellos usan patient con ambos significados; pero esto lo veremos con más detalle en otra ocasión). Solamente en algunos casos bien concretos —p. ej., personas sanas que acuden en busca de información a un servicio de planificación familiar— parece preferible recurrir a usuario.
Nunca hasta ahora he encontrado un contexto en el que el término cliente supusiera alguna ventaja en español. No debemos olvidar que esta palabra española tiene unas connotaciones comerciales —que en inglés corresponden a customer, y no a client— de las que carecen tanto ‘paciente’ como ‘enfermo’, y que su connotación de dependencia es incluso superior (de hecho, hasta el año 2001 la primera acepción que daba la RAE para ‘cliente’ era: «persona que está bajo la protección o tutela de otra»).
Lo que está claro, en cualquier caso, es que las palabras que utilizamos no son inocentes, y transmiten una forma especial de ver y entender el mundo que nos rodea. De ahí la enorme diferencia que se demostró en el estudio canadiense que comentábamos la semana pasada en cuanto a elección de términos entre médicos, enfermeras y otros profesionales sanitarios.
Neologismo acuñado en el año 2007 por el grupo de Jeff W. Lichtman y Joshua R. Sanes, de la Universidad de Harvard, para designar una nueva técnica transgénica de tinción neuronal que, mediante la cría de ratones con genes que codifican diversas proteínas fluorescentes, permite obtener imágenes del encéfalo con un centenar de tonalidades distintas.
En inglés, resulta palmario el juego de palabras que subyace a esta acuñación neológica, por contracción de brain (encéfalo) y rainbow (arco iris).
El juego de palabras es irreproducible en español, ciertamente, pero eso no implica que debamos importar por fuerza el anglicismo brainbow —como veo ya entre neurocientíficos punteros—, pues en nuestro idioma cabe también la posibilidad de utilizar términos descriptivos como encéfalo multicolor, encéfalo policromado o, si se desea conservar la vinculación del original con el arco iris natural, encéfalo iris o neuroíris. ¿Por qué habría de ser nuestra lengua menos creativa que el inglés?
En 1912, un investigador polaco que trabajaba en Cambridge, de nombre Casimir Funk, acuñó en inglés el término vitamine para referirse a una amina o sustancia nitrogenada que él mismo había descubierto y consideraba esencial para la vida, en un artículo publicado en la revista Journal of State Medicine (vol. 20, pág. 347).
El nombre se impuso rápidamente en medios científicos, y desde el punto de vista publicitario fue también todo un acierto comercial. Las connotaciones favorables del término latino vita y su asociación inmediata con la vida han hecho de las vitaminas uno de los productos farmacéuticos más vendidos desde hace más de medio siglo.
Poco tiempo después del artículo de Funk, no obstante, se supo que las vitaminas ni son esenciales para la vida, ni tan siquiera son aminas. El problema era serio; por un lado, el nombre vitamine ya se había impuesto entre la comunidad científica; por otro, si a este neologismo le quitamos, por impropias, las partículas vita– y –amine, se nos queda en nada.
En 1920, tras descubrirse la vitamina C (que tampoco es una amina) y a instancias de Jack C. Dummond, los ingleses decidieron eliminar la e final y acortar el nombre a vitamin, con lo que desaparecía por lo menos la equívoca asociación con las amines o aminas.Para nosotros, en cambio, poca utilidad tiene tal solución, pues tanto vitamine como vitamin dan en nuestro idioma vitamina. Nos hemos quedado así con un nombre de lo más ilógico; claro que, bien mirado, ¿quién ha dicho que el lenguaje —incluido el de la ciencia— haya de ser por fuerza lógico?
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