Traductor médico, Cabrerizos (Salamanca)
En los primeros cursos de la carrera de medicina, la asignatura que más pone a prueba la memoria del alumno novato es, con mucho, la anatomía humana, con sus miles de nombres de músculos, huesos, apófisis, ligamentos, articulaciones, arterias, venas, nervios y otras estructuras anatómicas que uno debe aprenderse de memoria y, con frecuencia, agrupados por categorías conceptuales: los huesos del cráneo, los doce pares craneales, los músculos de la extremidad superior, los ligamentos de la rodilla, las ramas que salen del cayado aórtico, etcétera.
Para conseguirlo, es habitual echar mano de reglas nemotécnicas: las seis ramas de la arteria carótida externa (tiroidea superior, lingual, facial, occipital, auricular y faríngea ascendente), por ejemplo, son «tilifa ocaufa»; y las cinco ramas del nervio facial (temporal, cigomática, bucal, mandibular y cervical) pueden convertirse en «tu zumbido bloqueó mi concentración», si tomamos solo las iniciales, o en «tengo cien burros mansos sin cerebro», más útil porque nos da la primera sílaba de cada arteria. Este último ejemplo, por cierto, pone bien de manifiesto uno de los rasgos básicos de las buenas frases nemotécnicas: cuanto más tontas y disparatadas son, más fáciles resultan también de aprender y recordar. Un colega argentino me contaba que la frase «esta señorita pide pizza; traigan, traigan, que huele grandioso» le fue muy útil no solo para memorizar los ocho huesos del carpo, sino para ser capaz también de recitar en orden los cuatro de la hilera superior (escafoides, semilunar, piramidal, pisiforme) y los cuatro de la hilera inferior (trapecio, trapezoide, hueso grande y ganchoso).
Conforme aumenta el número de elementos que uno debe recordar, aumenta también, claro está, la complejidad de la regla nemotécnica correspondiente. Recuerdo aún, por ejemplo, la regla que usé hace más de cuarenta años para aprenderme las quince ramas de la arteria maxilar interna: «debumatetete teinde pavíes memeti» (dentaria inferior, bucal, maseterina, pterigoidea, pterigopalatina, temporal profunda anterior, temporal profunda posterior, infraorbitaria, dentaria superior, palatina superior, vidiana, esfenopalatina, meníngea media, meníngea menor y timpánica). Había quienes, para facilitar el aprendizaje, montaban incluso enrevesadas historias de apoyo que les ayudaran a recordar la propia nemotecnia. Pensaban, por ejemplo, en una película de Tarzán, con los exploradores blancos a punto de morir a manos de unos caníbales, cuando de repente aparecía el hechichero de la tribu y detenía la ejecución con una orden en supuesta lengua kindundi: «¡Detempte, maptebu, pamente in de vimenti es!» (dentaria inferior, temporal profunda anterior, pterigopalatina, maseterina, pterigoidea, bucal, palatina superior, meníngea media, temporal profunda posterior, infraorbitaria, dentaria superior, vidiana, meníngea menor, timpánica y esfenopalatina).
Pero ninguna de nuestras nemotecnias de andar por casa se acerca al grado de sofisticación que alcanzó nuestro colega francés Gustave-Joseph Witkowski en su sorprendente, divertida y delirante recopilación de trucos nemotécnicos anatómicos Mémento d’anatomie, petits moyens mnémoniques recueillis ou imaginés (2.ª edición; París: Maloine, 1910).
Para las quince ramas de la arteria maxilar interna, por ejemplo, propone la siguiente frase: «Stéphanie, ton téton trouble ma pensée, permets-moi, petite, de baiser amoureusement sa pointe virginale» (esto es: sphénopalatine, tympanique, temporale profonde antérieure, temporale profonde postérieure, méningée moyenne, petite méningée, palatine supérieure, massétérine, ptérygoïdienne, dentaire inférieure, buccale, alvéolaire, sous-orbitaire, ptérygopalatine et vidienne), solo imaginable en un aula como las de entonces, sin una sola mujer entre un montón de alumnos de 17 años, todos hipertestosteronados.
Los incendios forestales constituyen en España, qué duda cabe, una auténtica tragedia medioambiental, pero ello no justifica la confusión que año tras año vengo observando tanto en la prensa escrita como en los noticieros radiofónicos y televisados. Entre las principales causas de los incendios forestales suelen mencionarse tres muy destacadas: la falta de medios, la descoordinación entre distintas entidades de ámbito estatal, autonómico, provincial y municipal, y la acción de pirómanos desalmados.
Ante esto último, uno no puede menos que preguntarse: ¿pirómanos o incendiarios? Porque no es lo mismo una cosa que otra. El término pirómano pertenece al lenguaje especializado de la psiquiatría y se aplica a la persona que padece piromanía: diagnóstico psiquiátrico perfectamente tipificado en las principales clasificaciones nosológicas (categoría 6C70 de la CIE-11; categoría 312.33 [F63.1] del DSM-5) y caracterizado por una compulsión patológica a la provocación de incendios sin motivo aparente. Muy distinta, en cambio, es la definición que nos da el Diccionario de la RAE para incendiario: «(persona) que incendia con premeditación, por afán de lucro o por maldad». La diferencia es diáfana, pues: todo pirómano es por definición un incendiario, claro está, pero la mayor parte de los incendiarios no son pirómanos ni enfermos mentales, sino que actúan movidos por intereses económicos, por venganzas o rencillas particulares, por deseo de hacer daño a terceros o por mero afán de protagonismo.
Viene a ser, más o menos, la misma diferencia que existe entre un cleptómano y un ladrón. Todo cleptómano siente una tendencia irrefrenable al hurto o al robo, que más pronto o más tarde acaba por convertirlo en ladrón. Pero no todos los ladrones, ni mucho menos, son cleptómanos.
La mayor parte de quienes adrede prenden fuego a nuestros bosques son simples incendiarios, no pirómanos. Al pan, pan, y al vino, vino.
Por sorprendente que parezca, las onomatopeyas pueden variar de modo considerable en los distintos idiomas. Cualquier médico que viaje por el extranjero puede comprobarlo fácilmente con solo preguntar en los países que visite cómo es allí la interjección onomatopéyica para expresar un estornudo. En español, la cosa está más o menos clara: entre nosotros, cuando uno estornuda, nos suena algo así como ¡achís! o ¡achús!
Pero en inglés oyen achew!, achoo!, ah-choo!, atchoo!, kerchoo! o incluso, entre británicos, atishoo!; en alemán, hatschi!; en coreano, etchi!; en finlandés, atsihh!; en francés, atchoum!; en griego, apsiu!; en húngaro, hapci!; en italiano, eccì! o etciu!; en japonés, hakushon!; en noruego, aatsjoo!; en portugués, atchim!; en rumano, hapciu!; en ruso, апчхи!; en sueco, atjoo!; en tagalo, ha-ching!, y en turco, hapşu!
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