Por Luis SANTOS GUTIÉRREZ
La peliaguda cuestión de si (o no) el fin justifica los medios, me lleva a otra, no menos peliaguda, a la que alude el título de este artículo. Porque, si se atiende a lo que ocurre en la práctica, avalado por la Iglesia Católica (que cohonesta tanto el matar a otro en legítima defensa como la despenalización del aborto en esas circunstancias legales que votó la derecha), la respuesta a si el fin justifica los medios, no podrá ser otra que: ¡depende! Que es como decir que el fin sí justifica según qué medios. Y aquí, (ligado al placentero uso del sexo que crea vidas), está el meollo de la cuestión. No es fácil acallar la libido ahogándola en una abstinencia contra natura. Hipocresías aparte, cualquier persona (o entidad en la que conviven personas) es consciente de que la fuerza instintiva del sexo es muchas veces irrenunciable si hay ocasión propicia. Lo saben mejor que nadie las instituciones religiosas en las que conviven sólo hombres. Donde, pasando lo que pasa, es hecho corriente el escándalo de homosexualidad no ligada a factores genéticos. [Los clérigos tienen su parte de razón cuando afirman que la homosexualidad no es una enfermedad. No lo es. Pero tampoco un vicio; sino el efecto, (perverso en este caso dadas las circunstancias), de ese instinto de fuerza arrolladora que el buen Dios ha improntado en el genoma de todos los seres vivos para asegurar la perpetuación de las especies]. Pero no es eso lo malo. Lo peor es que, las relaciones heterosexuales entre parejas sin formación (adolescentes o adultos irresponsables) se siguen, con más frecuencia de lo previsto, de embarazos no deseados. A ello ayuda, y no en parca medida, la doctrina de la Iglesia que preconiza la castidad frente a los razonables métodos anticonceptivos. Tras coitos absurdos, se crean así, absurdamente, vidas ¡de seres humanos! que, como tales, tienen luego su derecho a no ser interrumpidas. Y digo esto firmemente convencido en principio. Porque antes que “rojo”, soy embriólogo. Y he pasado años de mi vida investigando la peripecia de esas fases prenatales que van caminando tras su deseable destino de no fenecer. Consideraciones de índole filosófica y ética se barajan en la justificación de conductas dudosas cuyo objetivo es arrancar embriones o fetos vivos del claustro materno.
Es indudable que el ser vivo (una sola célula tras la fecundación), engendrado voluntaria o involuntariamente en una relación de pareja, progresará inevitablemente su andadura en el seno del claustro materno durante toda la gestación. En su vivir intrauterino, aparecerán y se desarrollarán secuencialmente (madurarán) todas y cada una de sus nuevas partes y órganos; y se complicará progresivamente su forma exterior (y estructura interna), hasta que, iniciada la novena semana, calca ya, a escala menor, la del futuro adulto del que es un clon diminuto en crecimiento. Desde la fecundación (y tras la gestación, parto y luego su existencia extrauterina) hasta la muerte, natural o accidental, la vida humana es un proceso sin solución de continuidad. Un embrión de cuatro días es como una mora minúscula de 16 células apelotonadas); ¡sólo durante la primera semana no hay una diferenciación celular aparente!; desde entonces hasta el final del segundo mes es tenido por “embrión” como tal; y a partir del tercer mes, hasta el parto, como “feto “. Las dos últimas semanas del primer mes y las dos primeras del segundo son las verdaderamente organoformadoras. Los miembros apuntan a los costados del cuerpo al final de la quinta semana, cuando ya va adelantada la configuración del rostro. La morfogénesis del corazón (muy precoz), del sistema nervioso, y del resto de los aparatos orgánicos se completarán en las tres semanas siguientes.
Cualquier maniobra intempestiva, (física, -aborto quirúrgico provocado- o terapéutica -píldora del día siguiente-) que interrumpa el proceso de gestación equivale, sin eufemismos, a eliminar a un ser vivo. Esto, que opino y digo como embriólogo, a muchos les parecerá excesivo. Pero, llámese como se quiera llamar, nada permite asegurar que la interrupción de la gestación en una fecha determinada pueda ser recomendada como mejor o peor por razones éticas. Lo que ocurre es que, consideradas las especiales circunstancias personales, familiares y sociales de determinados casos, las consecuencias de ciertos embarazos no deseados son aterradoras: las niñas de papás ricos que antes, podían solventar su desliz yendo a Londres; las muchas mujeres violadas; el gran número de preñadas cada vez menores, no víctimas, sino consentidoras irresponsables de actos placenteros sin pararse a pensar en el desastre a que se exponen… ¿estulticia? ¿falta de información?… Porque no será por falta de medios seguros para evitarlo… Y ¿a quién compete esa falta de información? ¿a la familia? ¿al Gobierno? ¿a que no se exige, como debiera, saberse al dedillo la famosa asignatura?… El caso es que, visto lo visto, teólogos, moralistas y, con especial tesón, las mujeres, víctimas necesarias (con los embriones y fetos) de un fracaso tan terrible como el aborto, han urdido sus argumentos (llevados luego a la legislación de manera distinta en los diferentes países) para que no quepa duda de que, aquí sí, el fin justifica los medios. Unos alegan que un ser en esbozo, no conformado y no pensante es eliminable por las buenas; otros que un feto no nacido y que no ha respirado no es persona…; y, la mayor de las insensateces a efectos legales: la de quienes mantienen que si las mujeres son las que paren a ellas corresponde el derecho de decidir en qué momento interrumpir la vida concebida. Y lo dicen en serio: sin que parezca broma. No amigos. Aquí pasa lo que con el dolo eventual. Que la cópula “a pelo” es muy placentera; pero que piensen antes a lo que se exponen. Porque si los que se aparean son, como deben, sabedores de sus posibles consecuencias, a ellas deberán atenerse luego por ley. Lo que yo añado (y esto sí es broma), es que, puestos ya en el camino de la permisividad de delitos para evitar traumas psíquicos (seguros y no chicos), que no se queden cortas, y decidan fijar el plazo de su decisión en los 13 años, cuando apunta la tormentosa adolescencia de su retoño. Y no es mi intención banalizar, sino que esta banalización refuerce como contrapunto la seria trascendencia de una cuestión sobre la que no acierto a pronunciarme. No puedo oponerme a lo legislado ni a lo que se legisle. Sí puedo, y lo hago como embriólogo, dejar bien claras mis reticencias frente a tan serio problema. Y eso que soy “rojo”.
Más allá de las dudas que, aun apoyadas en certezas, condicionan la prudente toma de postura de los embriólogos en tan vidrioso tema, lo que realmente me ha dejado estupefacto es lo publicado en EL PAÍS (10-I-08) por el catedrático de Derecho Penal barcelonés J. Queralt. Sobre todo su frase, falsa de toda falsedad: “sostener que existe vida humana en el embrión es un acto de fe, no un acto de ciencia”. ¿Qué podrá saber de ciencia quien tal afirma? Precisamente alguien que se mueve en un terreno (el de la Justicia) tan poco firme que unos mismos hechos posiblemente delictivos son con frecuencia enjuiciados con criterios distintos y, en su virtud, sentenciados sucesiva y contradictoriamente por las audiencias Provincial, Nacional, T. Supremo y T. Constitucional… Con estos datos, incontestables, para creer en la Justicia sí que se necesita fe…
En otro pasaje de su artículo, fundamenta Queralt en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos su propio criterio. De manera que no cabría hablar del derecho a la vida del embrión o feto cuando lo que está en juego es el derecho de una persona. En cambio, valdría toda la anchura de manga que haga falta en lo tocante a despenalización de quitar vidas, ya que no existe una definición de persona prenatal. ¡Pues qué bien! Sobre esa base, conviene que los abortistas no dejen de considerar que el recién nacido tampoco es persona [y no lo es hasta que tiene uso de razón], lo que da pie a la broma macabra de una de mis reflexiones anteriores.
Sobre el dar y quitar vida, que en definitiva es de lo que se trata, unos y otros usan un lenguaje tan ambiguo que confunde y mixtifica términos que significan lo mismo. Porque no hay que ser catedrático para entender que el embrión o feto que aquí son objeto de análisis son tan humanos como sujetos de vida; y que, quitar en un momento dado la vida aun ser en gestación e interrumpir el embarazo son una misma cosa. Otro tanto ocurre con los aspectos jurídicos que barajan, a mi juicio con flaco fundamento, derecho y moral. Si, tal y como ocurre de hecho en España, una ley vigente regula la despenalización del aborto en determinadas circunstancias que se dan antes de cierta fecha de la secuencia temporal de la gestación, es evidente que el puro hecho de segar una vida (ergo, interrumpir intempestivamente un embarazo) es, en sí, un delito sujeto a pena. Porque, en buena lógica ¡no se puede despenalizar lo que no es penable!; un argumento, este, difícil de rebatir. El que siga vigente en España la Ley Orgánica 9/1985 de despenalización del aborto es la mejor prueba de que la afirmación del catedrático catalán rebosa gratuidad. Como rebosan incoherencia los alegatos de las que se ven forzadas al aborto cuando pudiendo haberlo evitado, arriesgaron su trance. Consideraron más cómodo pasar olímpicamente de los muy seguros métodos anticonceptivos hoy a su alcance. Los que posibilitan el razonable disfrute del sexo al margen de la maternidad, para desazón del Dr. Botella y los que le siguen.
El hecho de que, como el mismo Queralt anota, “el derecho a la vida establecido en la Constitución es un derecho -como el resto- predicable sólo de los nacidos únicos sujetos de derecho”, no le permite “afirmar seriamente que el aborto, voluntario o no, no supone ningún delito de homicidio atenuado o disculpado”. Una aseveración de tal calado, aunque venga como anillo al dedo a los intereses de las que, muy a su pesar, se ven en la penosa necesidad de tener que abortar, motiva, en general, serios reparos de conciencia a la mayoría de la clase médica. [Una clase que, por el rango de su nivel social, es, además, bastante conservadora]. Se puede imaginar los más que reparos que se plantean a quienes nos hemos dejado las pestañas y la retina investigando la secuencia inexorable de vidas, en fase embrionaria, de distintas especies animales (pollos, ratones albinos -objeto de mi tesis doctoral- tritones alpestres, etc.) que fueron nuestro campo de investigación.
Por Saturnino GARCÍA LORENZO
Doctor en Medicina
Una gracia y una condena acompañan al filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1900). Años después de que su cerebro se colapsara y su voz se callara. Nietzsche no es un filósofo como los demás. No lo es por su pensamiento, ni por su lenguaje, que es arrebatador. El simple hecho de que escriba aforismos mantiene una intriga que captura al lector.
Entre los dos Nietzsche, el filósofo y el hombre, es este último y su dimensión esencial “hombre enfermo” el que, lógicamente, ha merecido una especial atención de la Medicina, desde su muerte en agosto de 1900.
La tragedia para Nietzsche-Hombre comenzó ese día de febrero de 1889, cuando se lanzó en medio de una plaza de Turín a abrazar a un caballo que estaba siendo maltratado por su dueño. Desde aquel momento F. Nietzsche iría sumiéndose día a día a lo largo de diez años en un mundo de locura. Coincidirían casi todos en que una parálisis general consecutiva a una sífilis adquirida por Nietzsche en su época de estudiante será el proceso que lleve a nuestro ilustre enfermo a vivir una década en medio de la confusión, los delirios, los accesos de excitación extrema…
Para unos será factible la cohabitación de locura y filosofía; otros, por el contrario, opinan que el excesivo razonar filosófico le llevó a la pérdida de la facultad de razonar. Un gran maestro, el doctor J.M. Sacristán, arbitra a este respecto lo siguiente: “Ni unos ni otros tienen razón. Los primeros porque ignoran que un enfermo mental -como ya decía Moebius-, del mismo modo que un hombre normal, puede escribir algo tan hermoso o descubrir una verdad… Los segundos yerran porque creen que el exceso de trabajo intelectual puede hacer perder el juicio al hombre sano”.
Desgraciadamente por una u otra causa ha perdido la razón. En medio de su mundo de fantasía comenzará a escribir cartas y libelos firmados con los más extraños seudónimos: “Dionisos”, “El Crucificado”, “Dios”, etc. F. Nietzsche, como intuyera la especial atención que la Medicina iba a dedicarle, quiso dejar constancia en su obra de sus opiniones, en clave de ironía sarcasmo, respecto de la salud, la enfermedad y de los médicos.
Recuperar de su “escribir aforístico” no sólo lo más significativo, sino lo póstumo y desconocido, ha sido la misión que se impuso uno de los mejores conocedores de la obra de Nietzsche: A. Sánchez Pascual (F. Nietzsche. Aforismos. 1994). A continuación recogemos algunos de los aforismos de Nietzsche:
“El enfermo tiene a menudo más sana su alma que el sano”.
“Hasta que no nos hemos olvidado del médico y de la enfermedad no hemos sanado”.
“El que odia o desprecia la sangre extraña no es aún individuo, sino una especie de protoplasma humano”.
“La salud se anuncia: 1) por un sentimiento con vasto horizonte. 2) por sentimientos de reconciliación, de consuelo, de perdón. 3) por melancólico reírse de la pesadilla con la que hemos estado peleando”.
“En los individuos es rara la locura –pero es la regla en los grupos, partidos, pueblos, épocas; y por ello los historiadores no han hablado hasta ahora de la locura-. Pero alguna vez –si no lo han hecho ya- la historia la escribirán los médicos”.
“La enfermedad es un potente estimulante. Sólo que se necesita estar suficientemente sano para ella”.
“Paréceme que un enfermo es más irreflexivo cuando tiene médico que cuando se cuida por sí mismo de su salud. En el primer caso le basta con observar estrictamente todas las recetas; en el segundo nos fijamos con más conciencia en lo que constituye la meta de todas las recetas, a saber, nuestra salud, y observamos más cosas, nos ordenamos y prohibimos muchas más cosas que siguiendo las indicaciones del médico”.
Por Luis DE LA PEÑA SÁNCHEZ
El verbo exaltar significa, según la Real Academia Española, elevar a una persona o cosa a gran auge o dignidad. Cuando examinamos detalladamente todos los ingredientes, sólidos y líquidos, que de forma orgánica integran los aparatos y sistemas del ser humano, se llega a la conclusión de que la sustancia más digna de ser exaltada es la sangre.
Desde los albores de la vida fetal, sangre y vida forman un binomio indisoluble y cuya duración coincidirá inexorablemente con el último latido cardíaco.
Todos los órganos humanos y los de todos los seres animales son pues sanguinodependientes.
A) Su naturaleza líquida facilita su donación.
B) La transfusión sanguínea carece de rechazo y de otros riesgos, si se aplica adecuadamente el grupo sanguíneo correspondiente.
C) No requiere pues medicación antirrechazo.
D) La transfusión sanguínea es ilimitada en el número de aplicaciones.
E) Facilidad para su conservación hospitalaria.
F) Uno de sus componentes, los hematíes, pueden ser transfundidos de forma concentrada.
G) Existencia de un número muy significativo de donantes, que con generosidad sin límites cubren todas las demandas de sangre.
El tema de la hemodonación me sugiere tres reflexiones que intervienen en el acto de la donación sanguínea: sangre, hemodonante y hemoreceptor.
Sangre -río rojo de vida química circulante por millones de afluentes-. La sangre por su textura líquida es el más apto de todos los tejidos humanos para ser trasvasado. Diríamos que la sangre nació para ser transfundida, de vida a vida, de vena propia a vena ajena, llevando fluidamente noticias salvadoras a existencias rotas y yacentes.
Hemodonante. Tu acto sublime tendrá un noble destino, ajeno al tráfico de influencias, a la venta mercenaria y al favor interesado de ida y vuelta.
Acto de generosidad suprema que desconoce a su destinatario. Ruleta anónima que ignora en qué hueco numérico (amigo, enemigo, pariente próximo o lejano) caerá gota a gota la bola roja liberadora de la hemorragia solapada o del asfalto asesino.
Hemodonante: siempre te he admirado por quedar lo mejor y lo más emblemático de uno, sin conocer al receptor, sin esperar nada a cambio, salvo un lejano e impersonal agradecimiento es rara virtud en un mundo ferozmente insolidario y que ha deificado el yo como única bandera.
Hemoreceptor. El contenido rojo de esa bolsa que miras, quizás indiferente, desde tu cama hospitalaria, no es obviamente medicación rutinaria que pueda ser comprada con receta en la farmacia de la esquina. El contenido de esa bolsa en la que apenas reparas lleva un cifrado mensaje de amor de alguien que sin conocerte –locura de amor- ya te quería; de alguien que sin exigirte agradecimiento recíproco –puro altruismo- se identificó contigo por transubstanciación; de alguien que ignorando si tus características de edad, sexo, raza, religión u oficio le son afines o dispares –mayor liberalidad imposible- te ha hermanado con su sangre.
Deja una respuesta