Cartas desde el corazón de África

Por Ana GÁRATE

Crónicas de una joven cooperante española en el continente

Tras el artículo de la revista de Navidad, y para continuar el viaje por tierras africanas, nos situamos hoy en agosto de2005, cuando visité por primera vez Togo. Tenía 24 años. A principios de año había dejado mi trabajo en una multinacional americana y en junio recién terminado un postgrado en cooperación internacional. Nunca había viajado a un país en desarrollo, aparte del típico fin de curso a Cuba, totalmente acotado en playas artificiales acomplejadas por el hotel y su “pulserita”.

Era pues mi primera vez, y se añadía el hecho de que viajaba sola. Iba a evaluar un proyecto para una ONG española y debía desempeñar mi trabajo en colaboración con los trabajadores locales de la organización. El responsable español de la zona (África oeste) no podría venir a recibirme hasta una semana después. Estaba reunido de emergencia en Ouaga-dougou. La sequía de ese año estaba causando una hambruna atroz en Burkina Faso y se estaba poniendo en marcha la ayuda humanitaria.

Los nervios estaban a flor de piel. Iba con toda la ilusión de comprobar si mi repentina vocación era cierta, si yo valía para esto. Todos los miedos a lo desconocido, los prejuicios que acompañan a “África”, la valentía y la fuerza que me hacía apretar los puños y seguir adelante… ¡Una bomba de emociones!

El viaje lo pasé relativamente bien, aunque encogida por dentro. Tenía a mi lado a un francés, de unos 60 años mal llevados. Había vivido más de 40 haciendo negocios en varios países africanos, Nigeria y Camerún. Ahora tenía un restaurante en Lomé. Bastante gruñón y malhumorado, se dedicó todo el viaje a criticar a los africanos (sin excepción) y advirtiéndome de que ¡me iban a comer!

Que una niña como yo no iba a durar mucho, que son todos unos ladrones…Uy, y además en mi caso, que iba a ayudar, mucho peor, qué locura… No consiguió convencerme de su visión, pero sí alimentar mis nervios.

Desde la ventana, llegando a Lomé, la oscuridad. Oscuridad salpicada de lucecitas tenues y dispersas: son las lámparas de fuel que alumbran las casas y comercios de las afueras de la capital. Nada que ver con la luminosidad de las ciudades del “primer mundo” que se vena kilómetros. Al llegar al aeropuerto, la misma sensación de ceguera: una pista en penumbra. Se abre el avión, más nervios. Desciendo por la escalerilla y una ola de calor húmedo se me pega la piel, la ropa y los sentidos.

Luego, el bullicio: tumultos de gente diversa y exótica, sobre todo togoleses, algunos blancos, pocos asiáticos y bastantes militares, enormes y armados hasta los dientes (Togo vive bajo un régimen de “democracia militar”). Me piden los papeles, pasaporte, vacunas, me los quitan de las manos y desaparecen. Unas casetas de madera, la aduana, me coloco en una de las filas, perdida… Veo que los papeles vuelan, la gente sigue apareciendo, colapsando, hablando, gritando… y yo en mi fila, enana… pensando “qué hago aquí”.

Y de repente… a lo lejos… una voz femenina y jovial canta mi nombre “Ana Croix Rouge, Ana Croix Rouge?” … como un faro en plena tempestad. Del otro lado de la aduana, abriéndose paso, aparece una mujerona, redonda y amable, grita mi nombre, riendo y buscándome. Me mira y se acerca. Por última vez, pregunta “Anacroix Rouge, Ana croix Rouge?” Asiento. Me toma entre sus brazos y me hunde en sus carnes, en el abrazo más tierno, cálido y esponjoso. Estaba salvada. Era Gladys Délali, “Déla” a partir de entonces. Mi mamá africana.

Pasé esa noche en un hotel del centro, donde me quedaría la primera semana, hasta encontrar una casa de alquiler. Al día siguiente, me invitaron a visitar unos pueblos en los alrededores de Lomé, de la zona rural (que representa el95% del país), en un viaje de trabajo que tenían que realizar. Fue un gran impacto, algo que fui asimilando poco a poco, aprendiendo a relativizar mi visión occidental completándola con muchas otras facetas del país. Pero eso vino luego. Esa noche, al volver a mi habitación, esto es lo que escribí.

“Es muy duro. Muy duro pensar que estos niños no tienen un trozo de pan que llevarse a la boca y a sólo unos kilómetros, unos meridianos, algunos grados en el planeta tierra, algún niño regordete se enfada porque en vez de palomitas de caramelo le han comprado cheetos de queso. Mientras tiramos la comida, aquí se mueren de hambre. Y las manitas del niño desfigurado por la enfermedad, descalzo, con subidón roñoso para ir a buscar agua. Mirándome asombrado por mi blancura. Se quiere venir conmigo, da igual adonde. Los demás chicos se ríen, ¿de él? ¿De mí? Todavía no distingo, se ríen todo el rato.

La gente se comunica riendo. Cada par de frases, las carcajadas te abrazan entre palabras incomprensibles.

Primero encuentro miradas serias, pero me responden con una sonrisa. Los niños no disimulan, se me quedan mirando, murmuran entre ellos. Algunos se atreven a saludarme y ríen contentos cuando les sonrío y saludo también. Frescura en chorros por los caminos de polvo.

Mi primera visita al África profunda. Viaje en un todo terreno. Vamos seis. Me toca encajarme entre el conductor, la palanca de cambios y el contable: un hombretón de casi dos metros. Comienza el viaje. “La carretera no está tan mal”, pienso. Está asfaltada sí, hasta que deja de estarlo. Entramos en los caminos de tierra anaranjada y los agujeros. Empiezan los botes, que nos acompañarán todo el día. El paisaje bonito: mucho verde: palmeras (cocoteros) y arbolitos más pequeños (mandioca). Gentes por la carretera: mujeres y niños con fardos en la cabeza: bidones de agua, madera, hojas de palma…Algunas bicicletas, motos y muy de vez en cuando un coche, al que adelantamos pitando. Vamos casi a 100 y me preguntan que si en España conducimos rápido. Qué lejos quedan las autovías españolas.

Hablan en ewé, no entiendo nada pero sus risas me reconfortan, me desconecto, disfruto del paisaje. Poco a poco comienzan a aparecerlas cabañas. Los poblados están hechos de barro, los tejados con hojas de palma. Como en los libros. Son poblados polvorientos que desconocen la existencia de conceptos como hábitat o vivienda digna. La gente en las calles, pasando el tiempo, ocupados en sus quehaceres cotidianos: transportar agua, venderlo que pueden en puestecillos…

Nos paramos de vez en cuando, hablamos con algunas mujeres. Parece que todo es muy complicado. Todos opinan. Y me avisan de que no podremos regresar hasta la noche, porque los que tenían que estar no están y habrá que visitar más pueblos. The African way.

Llegamos al mercado de Hahotoé. Observo el follón desde el coche. La gente, los colores de las telas africanas. Nada tiene de exuberante. Los puestos son modestos aunque alborotados. Unos tomates, pinchitos morunos de cabra, mandioca, maíz, alguna gallina…

Un grupo de niños se amontona frente a la ventanilla, a 2 metros, mantienen la distancia. Me miran y dicen “yovo, mujer blanca”, me enseñan a responder “ameibo, hombre negro”, y los niños se ríen. Hablan entre ellos. Estoy nerviosa. Qué decir, qué hacer. Soy tan diferente.

A lo largo del día me voy acostumbrando. Me explican que están contentos detener a un extranjero entre ellos. Y le voy cogiendo el tranquillo. Me gusta que me saluden y me sonrían. Paso el día jugando con las miradas en la distancia.

Parece que empiezo a soltarme. Poco a poco.

Llegamos a otro poblado, una hora y media después de lo previsto. Y descubrimos que la rueda acaba de pinchar. Suspiro aliviada pensando en los caminos que acabamos de atravesar, en medio de la nada y las palmeras. El contable se va en moto al siguiente destino.

Me saluda una niña desde el otro lado del camino. Me acerco a saludarla: ¿Hola, me entiendes? Oui (sí) ¿Hablas francés? Oui. ¿Cómo te llamas? Oui.

Vuelvo a ver cómo va la rueda. La de repuesto está también pinchada. Unos ocho hombres tocan el neumático, se pasan las herramientas…y otros tantos alrededor opinan. Me giro y encuentro a la niña detrás de mí, con una amiga, me observan y cuchichean. Hablaban ewé. Con sus vestiditos caídos, descalzas y sonrientes. Ojos brillantes, pelo rapado, los pies descalzos. Me siento con ellas y las enseño a poner caras feas. Nos reímos juntas. Despliego mi imaginación. Les hago el truco de mi tío, del dedo cortado. Se asustan de verdad. Qué monas. Me hacen un gesto con la mano. El gesto de comer. Y me piden dinero o chicle… ¿la huella del hombre blanco? Me cuenta un hombre que una de las niñas es huérfana y que se había escapado hasta Lomé sola (40 km andando). Que la había recogido la ONG “Terre des home”, y que necesitaba ayuda. Que intentara hacer algo.

Ya está lista la rueda y nos tenemos que ir. Es de noche y todavía nos queda recoger al contable. Igual puedo volver y hacer algo. ¿Pero el qué? ¿Por dónde empezar? Solo sé que aquí es donde quiero estar y que encontraré la formade que estas personas puedan vivir mejor”.

Así comenzó la aventura. En los tres meses que siguieron pasé por varias fases: tras el choque deprimente inicial de la pobreza, vino el enamoramiento, descubrir la riqueza cultural, lo agradable de sus gentes. Luego un nuevo choque, ver que sí existe un abismo entre nuestras culturas que dificulta la comunicación y las relaciones. Y por último, un cierto equilibrio entre ambas partes, que para mí supuso el fin del viaje, la despedida y vuelta a Madrid.

Todo un revulsivo para la conciencia. Mi cara a cara con el mundo y sus desigualdades, y descubrir mi pasión por una vida más libre y el amor por África.

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