Por Luis SANTOS GUTIÉRREZ
Biblia, poesía y retórica, se valen de diferentes géneros o modos de lenguaje de acuerdo con los contenidos de su materia, sus fines y, en definitiva, con el tipo de mensaje que, al expresarse, emiten. Son modalidades de lenguaje parejas a las que, en su ámbito, utiliza el arte.
El lenguaje bíblico tiene que ver con la confusa intrahistoria que narra las relaciones del Sumo Hacedor, Dios único, con el género humano creado por Él. Sorprendentemente, el Antiguo Testamento es un capítulo común en la historia de las tres grandes religiones monoteístas. En cambio, el Nuevo Testamento, difundido sobre todo en el mundo convencionalmente considerado como “occidental”, recoge ya sólo la historia de Jesús y su estela sólo compartida por los cristianos.
En todo caso, el lenguaje religioso, precisamente por versar tanto sobre la divinidad como sobre el destino eterno de la grey humana, está penetrado de trascendencia. Pero no sólo. Por el hecho de que muchos de sus pasajes plantean conflicto de entendimiento a la luz de la razón [algunos de ellos son prácticamente ininteligibles]el lenguaje bíblico es, además, necesariamente oscuro y críptico. Tan misterioso y confuso (ya que relata misterios) que requiere la interpretación[hermenéutica] de los textos sagrados a cargo de especialistas en la materia. Tan difícil de entender para lectores de cultura media como es muchas veces mi propio rebuscado lenguaje. Parafraseando el orden de cosas, pudiera hablarse de lenguaje abstracto en un sentido similar al utilizado para adjetivar a una de las modalidades de la pintura de vanguardia. Esa pintura en la que no figura un referente identificable y entendible. Ese referente que intentan encontrar a toda costa (siempre sin éxito) quienes se enfrentan con un cuadro abstracto.
Las concomitancias de misterio entre el lenguaje bíblico y el del arte abstracto se dan también con ese tipo de versos posmodernos que resultan así mismo, tras leerlos, incomprensibles. Como los de José Mª Álvarez, Sánchez Robayna, Jaime Siles o los del mismo Valente. Y que no es que sean inentendibles por cuestiones de forma (por su asonancia, su burla de la rima o su desprecio de la métrica) sino por su buscado trasfondo en el que el referente es sólo eso: pura poesía. Pero una poesía que arrebata. [Como ocurre con el referente de la pintura abstracta que no es sino la simple creación inentendible]. Ved sino en los ejemplos de Siles: “Nieve partida en piélago escarlata / qué ritmo, rama o remo / abre la noche de tu mano en dos”. O el de Sánchez Robayna : “La pizarra / el cuerpo que sujeta el lápiz / sobre la espuma / tromba inversa en el verano de hojas) / sol / nada / esta espuma”… Lo que tampoco entiendo es por qué quienes dominan la lírica han enmarcado versos de ese jaez dentro de la poesía simbólica o en el de la poesía del silencio. Con lo fácil que hubiera sido encasillarlos sencillamente en el cajón de sastre de poesía abstracta. Precisamente en este orden de cosas, se me ocurre pensar que en su parentesco con el misterio de los escritos sagrados, el lenguaje de la poesía abstracta ha sustituido la trascendencia de aquella por el más asequible mensaje de una estética que subyuga. Ha cambiado fondo denso que inquieta por forma bella que enhechiza.
Como género del lenguaje, la retórica está a la mitad del camino entre el relato bíblico y el relato poético. O sea, lejos de la trascendencia del primero y sin alcanzar la alada belleza del segundo. La principal característica del lenguaje teológico es la profundidad; tan insondable que resulta inaccesible. En cambio, en la poesía abstracta las palabras levitan en su intento de ser cautivadoras. En la retórica (la hermana menor del trío de gracias) detrás de un artificioso chisporroteo literario que aspira a la singularidad, sólo refulge su delgadísima envoltura. Y eso es tan así, que de Paco Umbral, el junta palabras más reconocido por amigos y enemigos como supremo oráculo de la retórica, no sería esta la primera vez que digo que, si por algo, con razón, destaca, es por la profunda hondura de su superficialidad.
Volviendo al principio, es decir, a las sutilezas que comparten los géneros del lenguaje con los pictóricos, estoy por asegurar que la retórica es a la literatura lo que el manierismo es a la pintura. [Y ya estoy viendo la cara de mal huele -quizás más de desprecio- que estarían poniendo los filólogos si esto leyesen; escandalizados de que un inepto transite sus olímpicos terrenos. Aunque a algunos, mi osadía podría incluso aportarles una idea; ya que, especialistas consumados como son, están ya en ese límite de que lo saben todo sobre nada (y ahora soy yo el que duda de su capacidad para entender un concepto matemático tan excelso como el de límite. -Tendrían que conocer a Zenón de Elea-)] Sea como sea, a mí, personalmente, la retórica me recuerda los artificiosos recursos del manierismo con lo que ello comporta de amaneramiento (sirva la redundancia).Pero, si pienso que a un genio de mi predilección como es El Greco se le tilda de manierista, mejor me callo antes de aventurarme en laberintos que, la verdad, no me competen.
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