por Ildefonso ESTEBAN
Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública
No es fácil diseñar y aplicar un sistema de información sanitaria, y más en concreto en Atención Primaria de Salud, que pueda ser utilizado para la evaluación y control de calidad. Lo más parecido que hemos tenido es la Cartera de Servicios, diseñada en el Insalud en los años 90 y heredada por el Sacyl.
Con esta herramienta se pretende evaluar los procesos más importantes y más frecuentes en Atención Primaria, en una doble vertiente: cobertura y Normas Técnicas Mínimas. Sirve sólo para evaluar el procedimiento: cuántas personas son diagnosticadas y atendidas cumpliendo criterios estándar. No mide resultados, es decir, cuántos pacientes están bien controlados, ni ningún otro nivel de salud. Este sistema, aunque imperfecto e incompleto, nació con voluntad de irse completando y perfeccionando paulatinamente.
Desde su inicio se ha utilizado casi exclusivamente con fines distintos al inicial, que han resultados perversos, como es el cálculo de la productividad variable. Quizás pensando, en su momento, en aprovechar su carácter motivador. Pero la mala práctica lo ha convertido en desmotivador e inservible para los fines previstos.
El ejercicio que debería suponer pactar cada año con los Equipos la Cartera de Servicios con el afán de mejorar la calidad de la atención en todos los centros, se ha convertido en algo sin sentido; se pactan no se sabe qué cosas para poder conseguir la productividad variable; los futuros evaluadores informan qué servicios van a ser evaluados y casi recomiendan maquillar las historias.
El procedimiento de evaluación tampoco parece muy fiable. A veces se obtienen coberturas del 120%. Es decir, sobre 100 niños hay 120 correctamente vacunados!!!
Además no se publican globalmente los resultados con los que poder hacer una valoración. Se informa a cada equipo del porcentaje que ha conseguido y ya está. No se propone ningún tipo de medidas correctoras cuando se detectan deficiencias de cobertura o de calidad. La única vez (que yo recuerde) que se publicaron resultados, hace varios años, eran preocupantes. En diabetes, por ejemplo, el número de pacientes captados no llegaba al 2% de la población, cuando se estima que esta enfermedad la padece cerca del 10%, y que sería deseable que todos ellos fueran conocidos y atendidos en su centro de salud.
Lejos de perfeccionar el sistema, su mal uso lo ha deteriorado y desprestigiado. Pero aún así continuaría siendo útil si se usara bien.
A estas alturas no debería ser necesario convencer a nadie de la bondad de contar con un sistema adecuado de control de calidad en Atención Primaria de Salud. Pero puede que estemos equivocados.
En estos momentos se está introduciendo una nueva herramienta de trabajo en Atención Primaria: MEDORA. Es una potente aplicación informática para la gestión de las consultas y de las historias clínicas, en las que la información se estructura por procesos. Podría criticarse porque es imperfecto e incompleto. Pero ha nacido con la vocación de irse completando y perfeccionando. Puede ser el soporte adecuado con el que rediseñar y perfeccionar la Cartera de Servicios y puede ser utilizado como herramienta de evaluación y de control de calidad.
Sería conveniente que desde el Sacyl se promoviera una buena explicación sobre su uso para que no sea rechazado por los profesionales ni se tergiverse su aplicación. Riesgos o posibles situaciones que, como hemos vistos en la reciente Mesa Redonda sobre aplicaciones de la Tecnología de la Información organizada por la ADSP, son reales y actuales.
Mientras este sistema no funcione a pleno rendimiento, no hay disculpa posible para no utilizar correctamente la evaluación de la Cartera de Servicios en todos los centros de salud. Posiblemente debería estar desligada de la productividad variable, que, hoy por hoy, supone una percepción económica tan pequeña que es más un elemento de distorsión que un factor motivador.
por Remigio HERNÁNDEZ MORÁN
Lo que no se le ocurra al mono, no se le ocurre al hombre, pero sí a los médicos lañadores, cirujanos plásticos liderados por los doctores franceses Dubernard y Devauchelle y, anteriormente, por la doctora Siemionow, de Cleveland, dispuestos a realizar el primer trasplante de cara de cadáver del mundo.
Por mucho colágeno y elastina averiados, ¿a quién se le ocurrirá ir por la calle con cara de cadáver, aunque sea con la mascarilla de oro de Agamenón? ¿Con qué rostro se presentará a pedir la mano de su novia, si es que logra encontrar novia? ¿Con qué morro se atrevería a sonreír, a hacer guiños o gestos de alegría o de dolor? Cuando le llegue la hora de la muerte, ¿qué cara iba a poner? ¿Quién aceptaría un beso de esos labios de fiambre? Desde luego yo no lo aceptaría aunque llevara de prestado la cara de Robert Redford o Nicole Kidman. Por muy deforme y horrible que me vea, sería de otro mundo llevar la faz de un marciano de esos repugnantes “freaks” televisivos, pues la peor careta es la desfiguración por la muerte. Claro que también vemos por la calle muchos peatones tan disfrazados de difuntos que se creerían muertos vivientes. Con esas caras no sería yo capaz de atravesar un paso de cebra ni con disco en verde.
No creo que estos trasplantes sean un pingüe negocio ni para los médicos ni para los Institutos de Cirugía Plástica. En resumidas cuentas, que para andar zombis por la vida, prefiero seguir con esta mascarilla que me dio Madre Naturaleza, aunque muchos se aparten y orillen a mi paso. Claro que peor sería la imposibilidad de hacerte más “lifting” al cabo de los años – ¡pobre Sara Montiel! -, pero tendría la ventaja de que las cejas circunflejas, las arrugas de la frente, los párpados caídos como persianas desvencijadas, las ojeras, las bolsas suboculares, las patas de gallo y las comisuras de los labios, se corregirían drásticamente y de por vida. Y eso sin contar, lector, con que te creyeras, si topabas con uno de estos trasplantados, que era algún fantasma, trásfuga político ensabanado, escapado de su partido para celebrar su Halloween particular.
¡Qué cosas se les ocurren a estos magos del reciclaje y recauchutado! Se mustió la tez enamorada. El “rigor mortis” madrugó y una alborada de ictericia cubrió el día recién nacido con piel de rostropálido y acartonado, cara de acelga y de chipaco.
Yo, desde luego, les haría el trasplante a esos carotas de politicastros para corregirles su natural rictus de facies hipocrática y despojarles de sus carátulas de enanos y cabezudos para que, al fin, se quedaran con una fija y supiéramos a qué atenernos, pero ¿quién se atrevería a cruzarles la cara?
¿Mantendría ese trasplante de cara mortuoria el calor de mejilla con mejilla, el sentir de una caricia? ¿Dónde la sonrisa, en qué hondón del alma se habría acurrucado, dónde los hoyuelos en los carrillos y la hendidura en la barbilla? Con esa cara de mojama sobran ya todos los afeites, de más están todas las “toilettes”. ¿Paraqué el espejo a esa imagen de pergamino? La cosmética, cremas y mejunjes, ¿qué se hicieron? ¿qué del cutis de un mamoncete si está el rostro como un pandero? La piel tersa y bruñida, cabello de ángel, ¿por qué ahora hollejo de uva pasa y pellejo de odre avinagrado? Para hacerse un trasplante de esta jera, lo mejor es esperar a que madure el tuyo e irte al otro barrio con lo puesto.
Por Saturnino GARCÍA LORENZO
Doctor en Medicina
Hace literalmente 30 años la reproducción asistida no existía. En 1978 nació el “primer bebé probeta”, Louise Brown, en el Reino Unido; la primera niña probeta que dio la vuelta al mundo, y en 1984 nacía el primero en España, Victoria Anna Sánchez. En ese tiempo, decenas de miles de niños han nacido en España gracias a estas técnicas que han hecho posible la paternidad no sólo a parejas con problemas de infertilidad, sino a mujeres que, deseaban ser madres sin necesidad de tener un compañero. Se estima que entre el 13 y el 24% de las parejas en edad reproductiva (según datos de la Sociedad Española de Fertilidad) tienen problemas de fertilidad. Sin embargo, han sido muchos los estudios que cuestionan la inocuidad de esos procedimientos y, mientras es clara su asociación con gestaciones múltiples y complicaciones relacionadas (fundamentalmente prematuridad), no hay conclusiones tan claras en lo que respecta al riesgo para defectos congénitos.
Evidentemente el término de “niño probeta”, con claras resonancias al mundo feliz de A. Huxley, nos parece científicamente exagerado. La probeta, el laboratorio, fue el lugar donde se realizó la fecundación y las primeras fases del “desarrollo embrionario”, pero muy pronto el diminuto embrión, concebido “in vitro”, tuvo que ser introducido en la matriz de la madre para que continuase allí sus nueve meses de desarrollo. Todas estas experiencias provocaron un considerable impacto. Hay quienes las saludaron alborozados porque consideraban que se vislumbraba una nueva era de la Humanidad en la que el hombre ya no sería consecuencia del azar, de la “ruleta genética”, sino de su propia elección y programación. Se pensaba que la Humanidad del futuro podría surgir de células germinales de individuos especialmente dotados, física e intelectualmente, y con menos probabilidades de transmitir taras genéticas. Que se podrían mantener embriones congelados, hijos de personalidades relevantes de la actualidad, que podrían ser llamados a continuar su existencia dentro de meses o años, a través de “madres de alquiler” … Entonces, todo ello sonaba a ciencia ficción.
Pero también fue frecuente la reacción contraria: la sensación de vértigo ante un progreso técnico que podía ir demasiado lejos en sus pretensiones. El “creced, multiplicaos y dominar la tierra” del Génesis significa un acto de confianza en el hombre, a quien únicamente se le puede poner una frontera que no debe franquear: la del respeto hacia sí mismo, hacia las exigencias de su vocación y de su ser, creado a imagen y semejanza de su Creador.
Y es aquí precisamente donde surgen las objeciones: ¿Es servicio al hombre el despilfarrar incipientes embriones humanos, con capacidad para convertirse en un individuo completo? ¿Ha precedido la suficiente y necesaria experimentación animal, de tal manera que exista una serie de garantías de que se descartan los riesgos de concebir seres humanos con anomalías o malformaciones congénitas? ¿Es ético contar con la mal llamada interrupción del embarazo –como alguien decía no hace mucho, habría que hablar correctamente de supresión del embarazo- para aquellos casos en que exista el riesgo de anomalías en el embrión o en el feto? Y, sobre todo, una pregunta más de fondo: ¿Posee la Humanidad actual el suficiente “rearme moral”, la suficiente sabiduría para lanzarse a todas estas investigaciones? ¿Son coherentes los padres científicos de los “niños probeta” congelando embriones en un mundo en el que se provocan más de treinta millones de abortos anuales?
Confieso que todos estos interrogantes, especialmente el del párrafo anterior, me siguen produciendo una cierta inseguridad, por un posible trasfondo oscurantista. Pero el campo de la manipulación del comienzo de la vida humana no es el único en el que preocupa hoy la falta de rearme moral de la Humanidad actual. Vivimos la época de los ecologismos intrahumanos. Todos ellos tienen como denominador común un intenso escepticismo ante las posibilidades de la técnica y una aguda conciencia de sus grandes costes.
La década de los setenta ha traído la conciencia de que la técnica no puede –éticamente- hacer todo lo que puede –físicamente- realizar. Una reciente obra de bioética alemana se titulaba: “¿Es lícito a la Medicina realizar todo lo que puede –físicamente- hacer?” Es el interrogante preocupante que hoy, como ayer, debemos hacernos ante los “niños probeta”, congelados o no.
Por Luis SANTOS GUTIÉRREZ
Se trata de un término en el que el lexema es lexos y el morfema que lo matiza, dis.
Es sabido que el lexema es la parte de un término o palabra portadora de la carga semántica (es decir, del significado básico), mientras que el morfema completa, matizándolo, dicho significado. En este caso el morfema dis equivale a trastorno, alteración. De su lado, el lexema lexos es un término polisémico que por una parte significa lenguaje y por otra palabra, vocablo o término (como cada uno de los que configuran una lengua -español, inglés, chino…-). Sobre la base de esta última acepción, al diccionario que compila todas las palabras o términos de un idioma se le dice lexicon. En general, cuando se habla de lenguaje se está haciendo referencia a esa capacidad, extraordinariamente diferenciada en la especie humana, que permite la comunicación oral o escrita entre personas.
Con estas premisas, el término dislexia pudiera equivaler, sensu lato, a cualquier trastorno del lenguaje; mientras que, de hecho, en psicopatología se aplica, stricto sensu, sólo al trastorno que padecen ciertos niños incapacitados para el aprendizaje de la lectura (es decir, parala interpretación léxica de las palabras o términos de un texto escrito).
Una de las claves del aprendizaje y uso del lenguaje es la memoria. La dificultad de expresión oral de la gran mayoría de los ancianos que se bloquean al no recordar determinadas palabras (nombres de personas o cosas), ¿se puede etiquetar de dislexia?
Para fundamentar mi criterio de que como dislexia sensu lato debe entenderse cualquier alteración del lenguaje (oral o escrito, activo -emisor- o pasivo -receptor), los pasos argumentales serían los siguientes:
1. Indagar, recurriendo a la filología griega (diccionarios, expertos) el significado real del término lexos. Concha Giner, catedrática de griego, está de acuerdo con mi criterio sobre la base del significado griego del término.
2. Cotejar las acepciones que de dicho término (o, por mejor decir, de las palabras lenguaje, vocablo y dislexia) figuran en diferentes diccionarios españoles, franceses e ingleses.
3. Consultar lo que acerca de dislexia como entidad nosológica se dice en los tratados de psicología y psiquiatría.
En este orden de cosas, por ejemplo, dice de dislexia el Diccionario Espasa de dos tomos: “trastorno del aprendizaje del lenguaje o de la capacidad de lectura no debida a causas sensoriales ni intelectuales ni neurológicas”. Por lo pronto admite ya la dislexia como trastorno del aprendizaje del lenguaje en general. Pero, ¿por qué trastorno del aprendizaje y no del uso?
¿Qué término cabría aplicar a los trastornos -en general- del lenguaje? Tal vez ni siquiera los eruditos se pongan de acuerdo en la elección del más idóneo. Aunque, como frecuentemente ocurre, lo más seguro es que se pongan de acuerdo en aceptar que no están de acuerdo con el que proponen los de la escuela discrepante.
En cualquier caso, he aquí un buen tema para que quienes acuden a las tertulias de médicos ociosos, se enzarcen en animada discusión sin que la sangre llegue al río.
Deja una respuesta