Por M. Puertas
En este número nos abre las puertas de su casa, su corazón y su mente, el doctor Antonio López Borrasca (Zorita (Cáceres), 1926), pionero de la Hematología española y el hombre que puso los cimientos del prestigioso camino que está recorriendo la Hematología salmantina. Los años, la cardiopatía, la diabetes y el parkinson no son nada, frente al entusiasmo, la pasión y el humor que siguen reinando en la vida de una persona de profundas creencias, en Dios, el hombre, el trabajo, la ciencia y la Medicina. Habla de docencia, clínica e investigación como si siguiera en activo, y todo en él revela que sigue viva una de las grandes preocupaciones de su vida: enseñar al que no sabe y aprender siempre.
Antonio López Borrasca nació el 22 de abril de 1926 en Zorita (Cáceres), un pueblo al que no olvida y al que sigue queriendo “con toda mi alma”, porque son “mis raíces”, relata emocionado después de tres años sin poder pisar sus calles. Cursó Bachillerato como interno en el colegio San Antonio de Padua de los franciscanos en Cáceres. Una vez superada la célebre reválida, Antonio se iba a enfrentar a la disciplina que ha acabado llenando plenamente su vida, la Medicina. Inicialmente no fue tanto una decisión personal como que su padre “quería que hubiera un médico en la familia y estudié Medicina por casualidad”.
La Medicina también le iba a reportar su primer contacto con Salamanca, ciudad a la que se trasladó en 1944 para hacerlos dos primeros cursos. El resto de la carrera lo cursó en Sevilla, ciudad en la que comenzó a “amar la carrera”. Su primera salida de Salamanca, no obstante, no era un adiós definitivo ni mucho menos a esta ciudad, ya que en ella dejaba lazos muy fuertes que nunca se iban romper. Aquí quedaba su novia Fernanda, la mujer que después iba a ser el amor de su vida y con la que ha tenido seis hijos. Fue un noviazgo a distancia, que transcurrió con carta diaria y “doble ración de escritura los domingos y días de fiesta”, recuerda.
Terminada la carrera en 1950, permanece dos años más en Sevilla compaginando la tesis con el trabajo como médico de sala, primero, y jefe de sala, después. En ese tiempo también comienza su vocación docente como profesor de clases prácticas junto a Juan Andreu Urra, el primero de sus dos grandes maestros. El otro iba a ser Eduardo Ortiz de Landázuri, en Pamplona.
El noviazgo iba a hacer que no tardara mucho en regresar a la capital charra. Cuando se disponía a cubrir una interinidad en Moguer “para conseguir algo de dinero y poder comprar un aparato de Rayos X con el que establecerme en Salamanca”, su novia le avisaba de una gran oportunidad en Salamanca, la venta de un laboratorio con casa en el número 8 de la avenida de Mirat. Con ayuda de su familia pudo pagar las 50.000 pesetas que pedía el propietario. Tras un periodo de formación en Sevilla, regresó a principios de mayo de 1952 dispuesto a iniciarse en la Medicina privada salmantina. En junio de ese año se casó.
A pesar de las dificultades iniciales, la “visión de futuro” que asegura haber tenido siempre, le iba a colocar pronto en el buen camino. “Me di cuenta –recuerda- que el laboratorio iba a ir por nuevos horizontes”. Esto motivó la compra de un fotómetro y un metabolímetro, “los primeros de Salamanca”, señala. Estos dos aparatos marcarían el inicio de una Hematología “que no se hacía en Salamanca”. Después llegarían las médulas óseas y otros estudios hematológicos “más finos y delicados”. A la vez, como ayudante de clases prácticas en la cátedra de Medicina Interna que ocupaba Fermín Querol, comenzó a hacer Hematología también en el laboratorio de la Cátedra. “Adquirí un cierto prestigio en Salamanca, que me permitió vivir con cierta comodidad, cada vez con más solvencia y una mejor economía”.
Aún faltaba por llegar el despegue definitivo de su carrera científica. Fue la creación del Instituto de Investigaciones Clínicas de la Facultad de Medicina, creado en VII centenario dela Universidad con dos secciones, Hematología, dirigida por López Borrasca, y Bioquímica, llevada por Adrián Juanes. “Bendito sea Dios, la hora en que se creó el Instituto. Empezamos a hacer tesis doctorales. Aquello creó un clima de investigaciones y publicaciones distinto y empezó a hacerse una investigación más vanguardista en Salamanca”, recuerda el hematólogo. Permaneció en el Instituto (a la vez mantenía abierta su consulta privada y la plaza de profesor, ya adjunto) hasta 1960.
Ese año, a pesar de que su futuro parecía estar despejado en Salamanca, en una “situación privilegiada” y “fenomenal económicamente”, decide montarse en el tren que la vida le puso delante y abandonó Salamanca, ya con cinco hijos, para irse a Pamplona. La decisión no fue fácil: “Mi mente me decía que aquello era el progreso y mi corazón me preguntaba cómo iba a dejar lo que ya tenía conseguido”, recuerda. Al final, “me atraía tanto, vi allí un futuro abierto a los grandes horizontes de la ciencia y del desarrollo universitario, vocacional, docente, etc. Estaba en embrión. No había nada. De ahí surgió al poco tiempo la Clínica Universitaria”.
En su mes de prueba en 1959 también había comprobado que allí “era el espíritu de la Obra el que estaba viviéndose y que era el motor de la Universidad”. Esto también pesó en la decisión, aunque el sueldo fuera bastante inferior (cinco veces menos) a lo que ganaba en la consulta privada aquí.
“Con una vida modesta, sencilla, no digo pobre, sí de clase media baja, pero rica intelectualmente y profesionalmente”, puso en marcha la Hematología en Pamplona. “Fueron 16 años felices”, señala. Conocer y trabajar junto a Eduardo Ortiz de Landázuri fue otro de los testimonios de vida que jamás olvidará.
El objetivo de ser catedrático, y tras un intento fallido en Valladolid, pondría Salamanca de nuevo en su camino. Logró la Cátedra en 1975. Era la primera de Hematología pura que se convocaba en España (hasta entonces la Hematología siempre había ido unida a la Medicina Interna). No fue fácil renunciar a Pamplona, pero su mujer lo tenía muy claro, quería regresar a su tierra y así iba a ser. López Borrasca tomo posesión en julio del 75. Poco después se instalaría definitivamente aquí, coincidiendo con la inauguración del Hospital Universitario. Con él venía Jesús San Miguel, entonces en el último curso de la carrera y hoy catedrático y jefe de Hematología. San Miguel era uno de los siete jóvenes (tres son ahora catedráticos) que López Borrasca se trajo de Pamplona para echar a rodar la Hematología en Salamanca. “Fue muy bonito, porque los cogí vírgenes, recién acabadita la carrera y empecé a formarlos”, recuerda en tono casi paternal.
Tras un año “muy duro”, en el que la falta de autonomía para poner en marcha iniciativas estuvo a punto de hacerle tirar la toalla y volverse a Pamplona, comenzó la auténtica andadura del Servicio de Hematología, inicialmente reducido a un laboratorio. Poco a poco se fueron ensanchando los espacios y las miras científicas del Servicio. Se amplió el laboratorio, se incorporaron camas, primero tres, luego seis, hasta lograr la cuarta planta. También se montaron las secciones de coagulación, morfología, anemias, proteínas, investigación; comenzaron las tesis, las publicaciones y las participaciones en congresos. Más tarde llegarían unidades pioneras en España como la de trasplante de médula ósea o la citometría de flujo. Hoy, el Servicio cuenta con un gran prestigio nacional e internacional.
López Borrasca permaneció como catedrático hasta principios de los 90, cuando se tuvo que jubilar, muy a pesar suyo, a los 65años. Poco después sería nombrado profesor emérito. En la actualidad, mantiene intacta su pasión intelectual. Sólo su mujer y los cardiólogos logran poner freno a su ímpetu y su entusiasmo.
Ahora como enfermo, ¿qué siente después de haber curado tantas vidas?
Yo que había sido muy rebelde en ese sentido, me convertí de pronto. Cuando los cardiólogos me dijeron, después de dos infartos, que me tenía que operar, les dije: “aquí estoy, hacer lo que queráis”, me entregué al cien por cien. Estuve 15 o 16 días en la UVI, muriéndome, lo pasé muy mal. También fue muy bonito, porque siempre tenía un ramo de flores en la habitación que me mandaban los hematólogos de América, y continuas llamadas y correos de todos los sitios de España interesándose por mí. No lo puedo olvidar. Se han portado conmigo de maravilla, tanto el personal de Cardiología como los hematólogos de España y América.
¿Cómo es la muerte de cerca?
Me ocurrió algo que no he logrado averiguar. Estaba muy mal, caí una noche en coma y al día siguiente empecé a mejorar. Había oído a algunos enfermos que cuando uno se va a morir entra en una especie de pasillo, en el que se abre una luz, encuentras algo distinto. No recuerdo el momento exacto, pero tuve dos horas en las que caí en una especie de aceptación de la muerte. Dos horas me duró aquello. Salí como entré. No sé qué fue.
¿Le ha cambiado en algo la enfermedad?
Adquirí la serenidad, que la defino como el fruto de la experiencia, y la gratitud que para mí es la poesía del corazón. Creo que me convertí en una persona más bondadosa, generosa, hice un repaso de mi vida, hasta tal punto que una de mis complicaciones fueron once días sin dormir nada. Creo que me hice más sacrificado y más comprensivo.
¿Qué le han enseñado los enfermos a lo largo de su carrera?
Mucho. Siempre decía que el enfermo era el motivo principal para aprender y así se lo enseñé a mis colaboradores. De las cosas que más aprendí en Pamplona fue querer a los enfermos. Lo primero que hice al llegar a Salamanca fue darle clases a mis enfermeras y creo que ahora la cuarta planta del Clínico es un brazo de la Clínica Universitaria, por el espíritu de entrega, de dádiva, de generosidad y cariño con el enfermo. Eso forma parte de mis estructuras y mis moléculas.
Ese humor y esa vitalidad que le han caracterizado siempre, ¿se han resentido en algo estos últimos años?
Creo que no. Sigo con el espíritu alegre. Procuro sacar chispa a todo. Gracias a Dios conservo buen humor y tengo una aceptación total de la enfermedad que me ha mandado.
Con la perspectiva de los años, ¿cómo define su carrera, qué resumen hace de ella?
¡Qué voy a decir yo de mi carrera! Al igual que he sido muy apasionado en el fútbol, he sido muy apasionado en mis clases, las acababa cansado. Creo que el don más grande es encontrar, si no la vocación de amor, sí la vocación del querer. Esta vocación a mí me ha hecho amar la Medicina, que es de las cosas más grandes que existen en este mundo. Me apasiona, ha llenado mi vida en todos sus puntos. También la investigación que conlleva.
¿Cuál ha sido la fórmula de su éxito?
Creo que el ejemplo de mi padre, de San Jose-maría Escrivá, de mis maestros, de mis discípulos, de mis enfermos, de mi mujer. Mi mujer ha sido algo excepcional. Se lo debo todo.
¿El sello de su escuela?
Lo mismo siempre, la unidad de vida: bondad en el ejercicio profesional, en el familiar, en el social y en el de la amistad. Un hombre no puede ser en un sitio de una manera y en otro de otra completamente distinta. Otra de mis constantes es que había que tratar a los enfermos con un gran cariño, de manera especial. También la pasión por la investigación, de tal manera que traté siempre de inculcar que la investigación forma parte de la buena Medicina y que el médico que investiga hace mejor medicina.
¿El consejo que nunca olvidarán sus discípulos?
Que tienen que buscar siempre ser mejores y saber más, tener pasión por la sabiduría, por el buen ejercicio profesional y que sean hombres honestos y generosos, que vivan la unidad de vida, ese es el patrón.
Llegó a la Hematología a través de la Medicina Interna, ¿por qué Hematología?
Se dan varias circunstancias. Una, porque en la carrera dentro de las ramas de la Medicina Interna, las dos que más me gustaron fueron Neurología y Hematología. Estuve dudando y coincidió que el tema de mi tesis fue el reflejo óptico vegetativo y yo lo enfoqué desde el punto de vista del efecto de la luz y la oscuridad sobre la regulación de la hematopoyesis. De otra parte, durante el verano yo estaba en mi pueblo, Zorita (Cáceres), donde había un Centro Antipalúdico y con el médico del centro estaba todos los días viendo paludismo. De tal manera, que me aficioné al microscopio viendo sangre de paludismo. Todo hizo que me inclinara por la Hematología y al empezar a ejercer en la medicina privada, enfoqué mis impulsos a desarrollar la Hematología, que entonces no estaba desarrollada en Salamanca.
Si tuviera que destacar su aportación a la Hematología española, ¿qué resaltaría?
Es difícil contestar, porque tengo que referirme a cosas personales. Me decían los catalanes, sí los catalanes, que el Servicio de Salamanca era el mejor de España. Yo les decía que no, que la Hematología catalana era mejor, pero ellos me contestaban que allí eran muchos hospitales, y que en conjunto probablemente sí había una Hematología de más alto nivel allí, pero que Servicio como tal no había ninguno en España como el nuestro.
¿Por qué cree que lo decían?
Creo que debido a esa unidad de vida de la que he hablado antes y por la que yo entiendo como inseparables la docencia, la clínica y la investigación, algo que en Hematología, sobre todo en los años 60 y 70, se podía vivir de manera muy fuerte. Científicamente tuve inclinación hacia las proteínas sanguíneas y el estudio de las proteínas de la coagulación sanguínea. Eso motivó que la gente que se ha formado conmigo sea muy experta en coagulación.
En capital humano, ¿qué ha aportado?
Creo que he aportado una cantidad de hematólogos como nadie ha aportado, ni la escuela catalana. Tengo catedráticos, jefes de servicio, jefes de sección, adjuntos… Es difícil no encontrar un colaborador mío en alguna Facultad o en algún hospital destacado.
“La Universidad merece mucho más apoyo por parte de la ciudad, por parte los políticos y autoridades. También de los bancos. La banca salmantina debería dar mucho más dinero para investigación”
Esa estela, ¿se inició en Pamplona o en Salamanca?
Creo que en Salamanca, en el Instituto de Investigaciones Clínicas fundado con motivo del VII Centenario de la Universidad en 1954. Ahí tuve ocasión de ver todo. Me dio prestigio en Salamanca y empezaron a venir médicos de Cáceres a formarse conmigo, empezamos a hacer tesis doctorales sobre Hematología y fueron las primeras tesis desde un punto de vista clínico en Salamanca. Hasta entonces, prácticamente sólo se hacían tesis humanistas, las que dirigía magistralmente el profesor Sánchez Granjel.
Tener prestigio nacional, ¿fue una dificultad o un acicate para continuar?
Dificultad no. Las cosas positivas son buenas. Como toda persona que es medianamente normal, ni un genio ni ninguna cosa del otro mundo, pero honrado, trabajador y honesto, he tratado de trabajar, algo que heredé de mi padre y que he vivido a través del Opus Dei, institución a la que pertenezco. Para mí el trabajo ha sido el método de mi santificación. No se trata de referir que uno es un talentazo, tampoco un tonto, sino un hombre normal que cumple o trata de cumplir con su deber, dentro de sus debilidades, meteduras de pata, flaquezas, pereza y situaciones de minusvalía.
Cáceres, Salamanca, Sevilla, Pamplona y otra vez Salamanca, ¿con cuál se queda?
Qué pregunta más difícil. Quiero a Extremadura y dentro de ella más a Cáceres, en especial a la zona de mi pueblo, porque representa mis raíces. Es la patria de mis antepasados. Amo a Sevilla porque allí hice mi carrera, allí conocí a mi gran maestro clínico, el profesor Andreu Urra, allí están mis compañeros de curso, etc. Salamanca tiene para mí tres partes y representa mi familia, mi mujer, mis hijos, con sus alegrías y sus tristezas, porque he perdido a dos hijos. Y Navarra es para mí… de unos recuerdos y un cariño inolvidables.
¿Qué ha significado Salamanca en su vida?
Ha sido mi felicidad y mi dolor, pero creo que la vida sin cruz no motiva que se produzca el amor con mayúsculas. No recuerdo estar enfadado con nadie y creo que eso se debe a que he sufrido, he tenido mi cruz, pero la cruz me ha hecho amar.
¿Cómo ve a la ciudad en la actualidad?
Veo que a Salamanca le falta espíritu creativo, capacidad de lucha, afán de progreso y afán de destacarse sobre el resto de las provincias castellanas y ser una ciudad en España que marque hito en muchas cosas. La gente está acostumbrada a vivir de la historia. Falta gente que empuje a Salamanca. La ciudad no se mueve a la altura que debiera, a pesar de las mentes que tiene en su Universidad. Creo que falta una relación más estrecha, más firme y más fuerte entre la Universidad y la ciudad.
¿Es culpa de los políticos?
Los políticos lo han cultivado poco. Van independientes de la ciencia, tanto los de un color como los de otro, en esto son más o menos iguales. Creo que la Universidad merece mucho más apoyo por parte de la ciudad, por parte de políticos y autoridades, también de los bancos. La banca salmantina debería dar mucho más dinero para la investigación, para que se cultivaran chicos jóvenes y hacer de Salamanca una ciudad pionera en biotecnología y una provincia adelantada al progreso científico.
Su experiencia, ¿qué le ha enseñado sobre la política científica española?
Que los políticos van por un lado y la ciencia va por otro. Hay una disociación entre ciencia y política, siempre, con todos los partidos. La ciencia está abandonada. España no mira tanto al científico como al artista, al escritor, al poeta, al músico, al actor de teatro o de cine. Hay un divorcio entre la ciencia y la política. No han llegado a conjuntarse y ese es uno de los grandes defectos de la Universidad, la política y la ciencia española. La ciencia tampoco ha sabido convencer a los políticos de que tienen que mirar más a la ciencia.
¿A la Universidad de Salamanca cómo la ve?
Ahora estoy un poco desprendido de ella, pero veo que, por ejemplo, hay una desunión total entre las carreras humanísticas y las carreras técnicas o biotecnológicas, y dentro de éstas también hay una desunión absoluta y total. ¿En qué sentido trabajan Farmacia, Biología, Medicina y Química haciendo trabajos en común? Prácticamente en ninguno. Yo me culpo, no me inhibo ni quiero quitarme la responsabilidad que pueda tener. Fíjese lo que supondría crear trabajos de investigación entre 15 o 20 personas, enfocados en una línea concreta, con cabezas preparadas… sería una maravilla para Salamanca.
¿Cómo ve a la Facultad de Medicina?
Creo que le pasa un poco lo que a Salamanca ciudad y a la Universidad. Tiene gente extraordinaria, hay muy buenos profesores y pocos maestros. Hay maestros en las ciencias básicas, anatomía, microbiología, bioquímica, pero faltan más.
“Hay una desunión total entre las carreras humanísticas y las técnicas o biotecnológicas”
¿Y al Hospital Universitario?
Le aplico la misma medida. En este momento, lo que yo conozco, es que hay servicios que funcionan muy bien. Permítame que nombre en primer lugar, porque creo que es la verdad y lo dice todo el mundo en España, el Servicio de Hematología y la cátedra que ahora lleva el profesor San Miguel, que ha ampliado el servicio, le ha dado un aire internacional y tiene un gran prestigio. Clínicamente hay otros tres extraordinarios, Cardiología, Nefrología y Endocrinología, que se caracterizan por hacer muy buena clínica, pero que no tienen todo ese espíritu investigador que yo quisiera que tuvieran.
Las aulas ocuparon otra gran parte de su vida, ¿cuál estaba primero, la asistencia o la docencia?
En cierta ocasión, preocupado por el tema, pregunté lo mismo a mis colaboradores. Me dijeron, casi por unanimidad, que la docencia. Pero repito, la docencia, la clínica y la investigación para mí forman una unidad indisoluble.
¿Se puede ser buen profesor y buen médico a la vez?
Sí, incluso mejor. Siguiendo a Marañón el profesor enseña, porque quiere aprender. El que enseña aprende porque tiene que consultar, tiene que estar al día, y eso significa conocer mejor la Medicina. Da una amplitud de conocimientos, una abertura y unos horizontes, que no los tiene el que sea médico práctico de rutina, por muy buen médico práctico que sea.
Algunos de sus discípulos reseñan que siempre cumplió con la exigencia de estar al día científica y técnicamente, a la vez que era bondadoso y comprensivo con sus pacientes, ¿cómo lo lograba?
Esos piropos me enorgullecen, pero no soy tan bueno. Tengo muchos defectos, flaquezas, debilidades y pereza de cuando en cuando. He tenido quizás una virtud, la gran virtud del entusiasmo, me ha entusiasmado la docencia, la investigación, la enseñanza; el exponerla y darla a conocer; y he tenido una gran vocación profesional. Eso me ha llevado a tratar de ser mejor en mi trabajo, en mi preparación y en mi contacto con el enfermo.
La tecnología hace cada día más difícil ese trato humano por parte del médico. Ante eso, ¿cómo deben comportarse en su opinión los jóvenes profesionales?
No quiero que eso se pierda. El médico debe cultivar la medicina humanística. Evidentemente la tecnología ha avanzado tanto que no se puede cultivar todo con la misma intensidad, pero el médico que siente esa unidad de que lo docente, lo asistencial y lo investigador forman una unidad indisoluble, hace que tanto monte, monte tanto. Habrá momentos en los que primará una cosa, pero siempre sin abandonar las otras.
“Me gustaría que me recordaran como alguien que aspiró a ser un buen maestro”
¿Cómo ve la Medicina de hoy?
Apasionante. La biotecnología ha avanzado que es una progresión geométrica, a medida que tienes unas técnicas mejores, puedes establecer cosas nuevas que motivan a su vez esa cascada, también en la investigación. Hemos pasado de esa Medicina científica o natural, a la Medicina molecular. El futuro se presenta verdaderamente apasionante. Quizás va a motivar que sea menos humana y que cada vez se divida más.
¿Qué papel ha tenido la religión en su vida personal y profesional?
Mucho. En primer lugar, afortunadamente he sido hijo de padres católicos practicantes, de práctica habitual; segundo, estuve todo el Bachillerato interno en un colegio de Franciscanos; tercero, en Sevilla, mientras hacía la carrera, tuve la fortuna de conocer la Obra, a la que me incorpore en 1951.
¿Qué ha significado para usted pertenecer al Opus Dei?
Ha sido mi vida, lo que me ha trazado la conducta en mi vida. Esa unidad de la que he hablado, profesional, familiar y social, es la que me ha hecho ver la vida con unos horizontes totalmente diferentes, encontrar en el trabajo el motivo de querer santificarme, en las cosas pequeñas, de todos los días.
¿A qué se debe esa mala prensa que se palpa sobre la Obra en la calle?
Hoy ya prácticamente esa avalancha ha pasado. El que quiera que lea los libros de la Obra. El Opus Dei ha tenido muchos enemigos fundamentalmente porque había una creencia de que para poder santificarse se tenían que cumplir los tres votos, castidad, obediencia y pobreza, y había que ser de una orden religiosa. Monseñor Escrivá vio una Obra, inspirada por el Espíritu Santo, en la que nuestra celda es la calle, amar al mundo apasionadamente. Somos hombres de mundo. Y todo eso que achacaban a que si la Obra cogía el Gobierno, las cátedras, etc., no, no, no es cierto. Es como si quieren decir que yo me vine aquí, que lo hice porque mi mujer era de aquí, porque la Universidad de Salamanca era del Opus Dei.
Políticamente, ¿ha tenido alguna aspiración en algún momento?
Nunca he sido de un partido político, jamás, ni me he apuntado nunca a nada. He sido un ser independiente con espíritu conservador. Soy conservador por herencia, de mi padre, mis hermanos, mi familia, y he votado siempre a la derecha.
¿Cómo le gustaría que le recordaran?
Como un hombre corriente, como alguien que aspiró a ser un buen maestro, que ha tratado, ha buscado y ha intentado ser un buen maestro. Si lo logró o no, es un tema de la sociedad y de la historia, yo no lo puedo saber.
López Borrasca define al buen maestro como aquel que “quiere a sus alumnos, que tiene vocación de formar escuela, que está entregado a la docencia y que de cualquier cosa saca un punto del que partir para enseñar, sin querer, como algo espontáneo, que le brota como el agua del manantial”. En Medicina, dice, el maestro “es el que después de estar enseñando todo el día, tiene que volver a llenar su conciencia y su mente de conocimientos para seguir sembrando al día siguiente”. También “el maestro bueno es el que es discípulo de sus discípulos”, apunta.
El contacto con América ha sido otra de las constantes de su vida. Se propuso la unión de toda la Hematología Iberoamericana y de ahí surgió la Enciclopedia Iberoamericana de Hematología, una obra de cuatro volúmenes, de referencia internacional, que sirvió para establecer estrecho lazos profesionales. También fue el primer director de la Escuela de Hematología Iberoamericana, un proyecto que no creció como él deseaba, en parte por falta de apoyo institucional español. Asegura que “América sigue siendo una nostalgia para mí y es una pena que España la descuide”.
Además de un apasionado del fútbol, fiel seguidor del Real Madrid (admira a Raúl) y simpatizante del Atlético (estuvo a punto de ficharle de joven, pero su padre frustró la operación), Don Antonio fue cinéfilo (ahora casi no ve películas y nada de televisión), sigue siendo un amante de la lectura. Dentro de ella ha leído mucha poesía, pero más llamativo aún es su afición a escribir una poesía diaria. En esta vena poética influyó el ser compañero de Antonio Gala en Sevilla.
No ha descartado aún el deseo de hacer la carrera de Historia, a la que es un gran aficionado. Esta vertiente la ha explotado en su última etapa dedicándose a aspectos de la Historia de la Hematología. Reconoce que esto en gran parte se lo debe al poso que han dejado en él los libros del historiador Luis Sánchez Granjel, “a quien admiro por sus estupendas y maravillosas publicaciones”, señala.
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